Ya hablé hace tiempo del número áureo. De la perfección. Algo en lo que los antiguos griegos creían. Muchos de los arquitectos ideaban los planos de los edificios siguiendo ese número, muchos templos fueron diseñados tomando la divina proporción como referencia.
Marco Vitrubio fue un arquitecto que trabajó a las órdenes de Julio César. Construyó para él edificios civiles, palacios y templos. Ideó cientos de inventos y dejó para la posteridad un tratado increíble sobre la arquitectura en diez tomos. En uno de ellos explica que medidas tendría que tener un cuerpo humano perfecto. Muchos siglos más tarde Leonardo DaVinci dibujó su famoso "Hombre de Vitrubio" siguiendo las instrucciones del tratado en cuestión. Todo se fundamenta en la simetría. Brazos y piernas estirados en cruz. Formado un cuadrado. Las extremidades del modelo estan inscritas en un círculo perfecto. El ombligo sería el centro de esa circunferencia que abarcaría todo cuanto somos. Para ellos la simetría era la perfección, visualmente hablando. Una figura era bella si estaba construida de forma que ambos lados fueran iguales, en proporción y forma. Su pensamiento era que como la naturaleza tendía a crear formas simétricas y esta era una creación divina, a los dioses le satisfacían las proporciones y razones geométricas. Por lo tanto intentaban imitar ese comportamiento.
Ayer salí a correr. Eran las seis de la tarde. Mentalmente estaba con fuerza. Mientras me ponía el pantalón corto veía mis piernas y los músculos que se definían al estirarlas. Al ponerme la camiseta veía el pecho tensandose al abrir los brazos. Me vi en el espejo y sentí fuerza, potencia. Y eso me motivó. Me puse los cascos y empecé a trotar. Nada más comenzar noté que hacia viento. Era suave pero se sentía la resistencia al avance. Mi motivación era tal que lo único que me dije fue...mejor así será un reto mayor.
Quizá la música tuvo algo que ver, un par de canciones o tres que me ponen a mil. Sí, desde luego la música enardece el alma y las piernas. A los 10 minutos de salir veo un autobus en la parada. ¿Será posible que le siga durante unos metros? Lo alcanzo y el conductor arranca. Acelero. Miro a mi izquierda y veo a un chico que me observa desde la ventanilla con cara de ¡¿y este tío qué coño hace?! Le supero en una glorieta pero al salir de ella el conductor pisa el acelerador y pone segunda. Me deja atrás inevitablemente. Pero la sensación es buena. El corazón bombea rápido pero no me he sofocado, no hay síntomas de cansancio. Sólo es que la carretera picaba hacia arriba y pienso, ¡otra cosa hubiera sucedido si tan sólo el terreno fuera llano! "Flipao", sí. Toda la razón. Pero me vale para seguir con ritmo. Subo una cuesta con un gran desnivel y me topo con un ciclista. El no puede más. Yo le miro desafiante. Esta vez tengo más oportunidades que con el autobus, no hay caballos de por medio ni motores de combustión. Piernas contra piernas. Las mías y las del de la bici. Le supero fácilmente, más de lo que hubiera imaginado pero el tío se pica y en la bajada me grita ¡ahí te quedas!
Sonrio y sigo con mi ritmo. Me encuentro de maravilla con el viento acariciando mi cara, no siento fatiga en las piernas y los brazos se mueven acompasadamente. Llego a un circuito de tierra al que suelo dar tres vueltas. Un circuito de unos dos kilómetros, que pueden ser más porque no he medido distancia alguna ni controlado el tiempo. Me rijo por las sensaciones de mi cuerpo. Y ayer estaba pletórico.
La primera vuelta la hago sin parar desde que salí de casa. Me encuentro con gente corriendo. Una rubia va por delante con ritmo lento. Bajo el mío para quedarme detrás un rato. El pelo recogido en una coleta que sube y baja con cada zancada. Bonitas vistas pero no aguanto mucho ahí detrás, unos metros más adelante la sobrepaso girando mi cabeza hacia la derecha para mirarla al pasar. Ella me siente y torna su cabeza. Ojos cansados, cara enrojecida, boca semiabierta cogiendo algo de aire a bocanadas.
Hago un gesto con mi cabeza y me olvido de su coleta. Acelero. La música me sigue llevando en volandas. Las piernas responden al ritmo pero los brazos los noto un poco agarrotados y los muevo primero soltándolos hacia abajo y luego lanzando unos puñetazos al aire. Imágenes de Rocky corriendo por la playa se asoman por mi mente. ¡Vamos valiente!¡No hay dolor!
Vuelta completada. Me paro a la sombra de unos árboles, en un merendero con columpios para niños. No hay descanso y me pongo a hacer flexiones con la piernas en lo alto de un banco de piedra y la manos en el suelo. Dos series de veinte. Otro ejercicio para los tríceps. Y otro más de pliometria dando saltitos. Los niños me miran con interés, los padres con desconfianza, las madres con deseo. O eso quiero pensar yo.
Empiezo la segunda vuelta. Sin pausa más que para volver a poner la tres mismas canciones, esas que hacen que la adrenalina fluya recorriendo todo mi cuerpo. Voy rápido y en un instante determinado a lo lejos veo a la morena a la que me he encontrado otros días. Mallas negras ajustadas, camiseta sin mangas también negra. Melena recogida en una doble coleta. Y una cara preciosa. Un rostro de concentración. Sin agotamiento. La alcanzo con mucho esfuerzo y mi corazón bombea a tope, no se si por el trabajo de llegar o por verla a ella. ¡Mierda! Se desvía por otro camino y no hace mi recorrido. Continuo por mi ruta entre dos sentimientos encontrados, la tristeza por no saber quien es y la alegría al pensar que quizá otro día vuelva a coincidir con ella. Completo esa segunda vuelta y esta vez me paro en el balancín. Series de abdominales. Brazos en el suelo y pies sobre el balancín muevo el abdomen hasta llegar con las rodillas al pecho. Dos series. Luego, de un salto, me subo a la barra horizontal que sujeta los asientos y hago dominadas. Un par de series o tres con variaciones. Listo.
La última vuelta la comienzo con alegría, doy una palmada de ánimo y susurro un vamos. Por unos instantes la cabeza se va a otros lugares y piensa en otras historias. El ritmo decrece pero al poco me doy cuenta y ahuyento esos pensamientos. Mi mente sólo tiene que estar en sudar, no decaer y buscar la simetría.
Tras unos minutos llego hasta mi campo base, hago los mismos ejercicios que en la primera vuelta. Y me mentalizo para el tramo final.
Bebo un poco de agua. Y de nuevo pongo las tres canciones que me hacen flotar como si fuera una pluma lanzada desde lo alto de una torre. No siento el cuerpo cansado, quizá algo agarrotado por la posición. Me muevo en zig-zag un rato. Jugando. Divirtiendome. Subo el ritmo y vuelo. Por alguna loca razón viene una frase de una película a mi mente. "Yo creo que Dios me hizo con un propósito, él me hizo rápido para complacerle". Carros de fuego. Vangelis. Entrega. Sacrificio. Sudor. Correr. Motivación. Con cada latido una palabra, con cada palabra una zancada, con cada zancada una sonrisa.
Llego a casa y miro el reloj. Las 7:50. Casi dos horas. Aún no he terminado. Queda hacer algo más. Unas abdominales quizá. Estoy fuerte, más que nunca en mi vida.
Hace unos meses hablé de intentar conseguir la perfección, acercarme con unos decimales al número áureo. Estoy en ello, y creo que por el buen camino. Lo intuyo porque hoy no tengo agujetas pese al esfuerzo de ayer. Lo siento así porque ya no lloro tan habitualmente como solía. Es un duro camino, sin duda. Y nunca llegaré a nada ni remotamente parecido a la perfección. Pero sigo en busca de la simetría. Tengo esa imagen del hombre de Vitrubio en mi cabeza y sigo buscando a ese Rubén que se acerque lo máximo posible a ese ideal. ¿Por qué? Porque me hace sentir bien. Simplemente por eso. Me hace sentir extraordinariamente bien.