Cada día a las tres de la tarde ponía el plus para ver un nuevo episodio de friends y comprobar si por fin ambos se dejaban de tonterías y se declaraban amor eterno. Ya estaba cansado de que les buscaran parejas imposibles, con las que no pegaban para nada. Esos dos habían nacido para estar juntos y así debía ser, así que cuando vi en el último episodio, justo hace ahora 10 años, que el amor saldría victorioso respiré profundamente y sonreí.
En una habitación de hotel dos bandos enfrentados se desafían a gritos, los de narcóticos por un lado y los hombres de Drexler por otro. Y en medio estaban ellos, Clarence y Alabama, intentando cerrar el negocio de sus vidas. Pero la cosa de pronto se desmadra y, en esa habitación de hotel de Los Angeles, empieza la locura en forma de lluvia de balas. Cuando en ese instante vi que a Clarence le impactaba uno de esos proyectiles perdido en ese tremendo caos, mi corazón se encogió y grité un no entre indignado y triste. Quizá no fuera tan espectacular como el lamento de la señorita Worley al ver a su querido Clarence allí tirado con la cara desfigurada, pero sinceramente quise atravesar la pantalla y liarme a tiros por pura venganza. Pero esa sed de sangre pasó a los pocos segundos al ver que no había muerto y que esa bala tan sólo le había rozado. Si, el amor triunfaba de nuevo. Clarence y Alabama tendrían un hijo al que llamarían Elvis y vivirían felices el resto de sus tranquilas vidas.
Estaba en el cine, tendría 19 años y la sala estaba prácticamente desierta. En un instante, sentado en esa butaca, todo mi mundo se precipitó hacia un oscuro vacío y rompí a llorar como un crio al ver que le habían disparado, Guido había muerto fusilado por un jodido nazi. Jamás vi a un personaje como el que interpretaba Roberto Benigni, lleno de vitalidad y alegría. Ese tipo era genial y ahora estaba muerto, no lo podía creer. Me negué a pensar que jamás volvería a ver a su princesa y al salir del cine aún llorando me imaginé que Dora y él se reunían mientras los soldados americanos liberaban a la gente del campo de concentración. Cerré los ojos y vi a ese italiano, menudo y extremadamente delgado, saliendo del oscuro callejón donde había sufrido ese traicionero disparo y arreglándose un poco el pelo ir al encuentro de su maravillosa Dora. ¡Buenos días, princesa! Le diría con una amplia sonrisa mientras la abrazaba y la besaba y el pequeño Giosué, se agarraba a su cintura y gritaba....¡papa, papa, hemos ganado el tanque! ¿Verdad que si? Quizá sea por eso que a partir de ese día me prometí que cuando amara a alguna mujer, todas y cada una de las mañanas que estuviera a su lado le daría los buenos días de una forma especial. Guido no habría muerto en vano, su espíritu seguiría en mi. El romanticismo no moriría mientras yo creyera en el amor verdadero y eterno.
Siempre he creído que alguien en algún lado me amaría, que al despertar pensaría en mi. Quizá al tomarse el primer café en el trabajo su mente la llevaría hasta la noche anterior cuando, tumbados en el sofá, le acariciaba la mano al ver juntos la tele. Y que al comer me echaría tanto en falta que me llamaría por teléfono y le diría cuanto la amo y que mi existencia no tendría ningún sentido sin ella a mi lado. Desde que fui un adolescente soñé que abrazaría a una preciosa mujer por las noches, jugando en la cama entrelazando las piernas.
Pero lo más sorprendente es que tuve todo eso, y mucho más. Mi sueño se cumplió. Entonces, ¿por qué cuando me pidieron dar un paso más no lo hice? Esa pregunta me rondó por la cabeza durante varios meses. Hasta que decidí que era una tontería seguir dándole vueltas y empecé a conocer a otras mujeres. Si ella no era mi princesa, quizá mi destino aún estuviera esperándome en algún lugar. Sin embargo cometí un error, un fallo que me hizo sentirme mal. Comencé a dar los buenos días a varias mujeres a la vez. Durante un par de meses, puede que alguno más, cada mañana escribía a 10 o 15 chicas. Se suponía que debía ser un mensaje especial de buenos días, intentaba que fuera distinto cada mañana y para cada chica. Era realmente agotador, toda mi capacidad inventiva estaba a punto de desbordar. Mí objetivo no era camelarlas y llevarlas a la cama, eso creo que todas lo tenían claro. Mi único propósito era enamorarlas como Guido hizo con su principessa y ahí es donde estaba mi error.
Yo no se jugar a lo que juegan los demás. Una mañana me sentí horriblemente mal. Entre mensaje y mensaje levanté la cabeza y miré por la ventana del autobus. Cuando aparezca esa mujer especial, ¿qué mensaje de buenos días distinguirá a una de otra? Desde ese momento no pude escribir más mensajes de ese estilo.
Algunas de esas chicas desaparecieron por creer que ya no deseaba saber de ellas, otras siguieron escribiendo preguntándome el motivo de mi silencio.
No es que no pensara en esas mujeres al escribirme con ellas, tan sólo es que quiero que esa mujer que me enamore se sienta especial.
No me imagino a Roberto Benigni dando los buenos días a otra que no fuera su principessa, ni a Alabama llorando por otro hombre de la forma como lo hizo al creer que Clarence estaba muerto, ni tan siquiera se me puede pasar por la cabeza otro final de friends en el que Ross no acabe con Rachel.
Sé que en algún lugar se encuentra esa mujer que se merece mis besos, mis caricias y mis buenos días. Tiene que existir esa chica, lo sé. Esta historia tiene que acabar bien, no puede ser de otro modo.
Necesito y quiero pensar de esta forma, porque yo soy así. Simplemente por eso, creo en el amor verdadero y el destino. La inquebrantable fe en esos conceptos ha hecho que cada día de mi vida tenga ganas de levantarme. Cuando tuve el amor y ahora que no lo tengo.
Quiero creer, necesito creer.