En cierta manera sabía que era irreal; que si alargaba el brazo para acariciarla, su imagen se evaporaría dejando ante mí tan solo un eco fantasmal en la memoria. Por eso no quería abrir los ojos, me resistía ante lo inevitable. El mundo de lo intangible es tan etéreo que no dura para siempre y esa imagen onírica del hada del bosque, extremadamente bella y de delicada apariencia, terminaría por esfumarse dejando, indudablemente, un poso de intranquilidad en mi alma.
De pronto caí en la cuenta. Lo que me tenía turbado y en un aparente nerviosismo fue una antigua historia. Hace un tiempo escuché una leyenda, un cuento de esos que se leen a los niños en las tardes lluviosas. La trama acontecía en un país lejano, justo al otro lado de este mundo desde el que escribo.
En Japón, en una pequeña aldea, un anciano que se dedicaba a cortar bambú se topó de pronto con algo maravilloso. Mágico. En el interior de la caña de una de estas plantas vio una luz brillante; al acercarse observó un ser diminuto, tan pequeño que cabía en la palma de su mano. Con cuidado lo llevó hasta la cabaña donde su mujer preparaba un caldo caliente. ¿Qué diablos era eso tan chiquitito? Se preguntaron. Al poco empezó a crecer y se convirtió en un bebé. Una preciosa niña a la que llamaron Kaguya. La pareja de ancianos no podían contener su alegría, jamás habían podido ser padres, y ahora, en sus últimos años de vida, les fue concedido su mayor deseo. Un regalo de los cielos, sin duda.
Pero no sólo dieron con una preciosa niña a la que cuidar y querer sino que el viejo cortador de bambú, cada vez que iba al campo a talar más tallos, del interior de los troncos de las altas plantas salía oro. Tal fue la cantidad del preciado metal que encontraron que se hicieron extremadamente ricos y el anciano pudo comprar más tierras y hacerse una casa tan grande como la del mismo emperador.
Kaguya creció y se convirtió en la mujer más bella de Japón, su encanto y delicadeza fueron alabados en todo el país, su fama llegó hasta los oídos de todos los príncipes del Imperio, y quisieron que ella fuera su esposa. Sin embargo, ella no deseaba ser la mujer de ninguno de ellos por lo que a todos les negó tal fortuna.
Una noche, el anciano cortador de bambü encontró a su hija llorando, muy triste y compungida miraba hacia el cielo nocturno. Entonces le contó su terrible secreto, ella había nacido en la Luna y debía volver allí. En menos de un mes, en la próxima noche de luna llena, tendría que ascender a los cielos para no volver jamás al lugar que la vio crecer.
He aquí la agitación de mi alma. Tengo la absoluta convicción de que esos enigmáticos ojos y esa enorme sonrisa pertenecen a Kaguya y que si abro los mios, ella desaparecerá y se irá hacia la Luna. Entonces, no habrá montaña lo suficientemente alta para siquiera rozar su mano o simplemente escuchar una tímida carcajada suya. Puede que sea ese el motivo por el que en un acto de absurda valentía, y antes de que la ensoñación deje paso a la dura realidad, haga una pregunta tan insensata.
¿Te gustaría tomar un helado de turrón?
De sopetón y en un ataque de irracionalidad total, más propia de príncipes valerosos que de niños que se esconden tras decenas de palabras sin sentido, deseo no abrir los ojos y degustar un enorme y azucarado helado con el rostro de Kaguya y de la propia Luna iluminando mi sonrisa.
Quizá algún día vea realizado mi deseo. No en vano, tengo la completa seguridad que los sueños acaban por cumplirse, preguntadle sino al anciano cortador de bambü.
"Haz todo lo que puedas, lo demás déjaselo al destino." Proverbio japonés.