En un recóndito e inhóspito rincón de las tierras altas del norte se escondía un pequeño castillo. En sus lóbregas estancias, dominadas por un atenazador frío, se podía escuchar un lamento que venía de las profundidades de aquel lejano lugar. En el sótano, en una oscura y húmeda mazmorra, la voz de un hombre suplicaba clemencia. Ese desesperado alarido llegado desde lo más hondo de aquel siniestro lugar rompió el monótono almuerzo de la princesa de hielo.
Llevaba unos días pensando que hacer con su recluso, y no paraba de darle vueltas a una endiablada pregunta. ¿Le mataba o le dejaba con vida?
Escoger entre cualquiera de las dos opciones era un tema bastante delicado para la bella princesa ya que soltarlo significaría contradecir su apelativo, aquel por el que era conocida en toda la comarca.
La princesa con el corazón de hielo en otra época hubiera dejado pudrirse a aquel pobre desventurado que yacía en el suelo de ese negro calabozo, sin importar los gritos desesperados que cada día la despertaban. Sin embargo, ese miserable hombre había hecho algo que nadie había conseguido en muchos años. El corazón helado e inerte de la princesa de hielo latió brevemente al mirar los ojos de ese triste muchacho que encadenado exclamaba...¡liberadme princesa de los ojos claros! ¡Soltad a este hombre cuyo único delito fue desear contemplar su enigmática alma!
¿Pero quién demonios era aquel chico que tenía tan turbada a la princesa de hielo?
Observando desde su alcoba el mortecino cielo de aquel extraño día, la dama se preguntaba de dónde diantres había salido aquel muchacho. Por supuesto, ella había hecho sus averiguaciones, pero lo que encontró tras ellas no le resultó nada halagüeño.
El pasajero del viento, así le llamaban las gentes de más allá de sus dominios, cabalgaba a lomos de una esponjosa nube. Esta se cernía en esos momentos sobre el castillo, esperando su decisión. En ocasiones pareciera de un tono pålido, blanquecino, manifestandose como un desvaído rostro cadavérico. En otras, su apariencia se tornaba gris y amenazadora, adoptando forma de armadura, distinguiéndose la greba o la coraza de un temido guerrero que desafiara la mirada de la propia princesa.
Tras unos breves momentos de vacilación, las tribulaciones que la mantuvieron dubitativa desaparecieron. Cogió el puñal que reposaba sobre la mesa que había junto a su cama y bajó con decisión los escalones de piedra oscura que la llevaron hasta la lúgubre mazmorra donde el pasajero del viento yacía encadenado.
Mandó abrir la celda y se acercó a pocos centímetros del rostro del muchacho.
¡No permitiré que ningún sentimiento traspase las murallas de esta fortaleza! Le susurró la princesa al oído.
Mi señora, su corazón ya está latiendo. Sino no estaría aquí abajo.
Enrabietada, con una mirada tan glacial como el mismo hielo, le asestó una puñalada en el pecho insertándolo tan profundamente como pudo para instantes después sacarlo con rapidez, observando la sangre que manaba del cuerpo del pasajero del viento. Miró la corta daga con perplejidad, el maldito bastardo tenía razón. Su corazón, después de todo, latía con fiereza.
Subió corriendo a sus aposentos y se tiró sobre su lecho con el alma atenazada por ese sentimiento del que apenas recordaba nada. Su mirada afligida se paró un momento en el ventanal, observando como unas pequeñas gotas de lluvia empezaban a caer tras los muros del castillo. La nube, corcel inseparable de aquel misterioso caballero, lloraba por su muerte.
La tormenta pudo verse desde los reinos más lejanos. Los rayos iluminaban las torres, creando fantasmales sombras en sus muros y los truenos resonaban con una crueldad pasmosa haciendo que el castillo se estremeciera. La tristeza de aquella inseparable amiga del pasajero del viento mantuvo a la fortaleza aislada durante muchos días, tantos que la princesa de hielo envejeció sin poder salir de aquella cárcel en la que se había convertido su morada.
No obstante, la lluvia cesó de pronto una mañana. El fuerte viento de la noche anterior se había llevado a la llorosa nube y el sol entraba por el vano abierto en el muro de su habitación. Un rayo, que directo desde el mismo cielo iluminó su triste alma, calentando su helado corazón. La anciana princesa, entonces, sonrió.