Este instante ocurrió hace apenas unas horas.
Cuando uno sabe que será la última vez que verá a una persona lo afronta con muchos interrogantes. ¿Será capaz de verla sin derramar una lágrima? ¿Es posible sonreír? ¿Escuchará sus palabras o solo intentará mirarla para conservar su imagen eternamente?
Todo esto me lo pregunté media hora antes de quedar. Iba conduciendo con la mente puesta en la infinidad de cosas que hicimos juntos, cada momento bueno y malo. Una sucesión de imágenes pasaba delante de mi, y mi corazón se encogió. Cinco minutos antes de verla yo temblaba.
Sabía que sería la última vez que me iba a encontrar con ella. No quería volver a pasar por las últimas horas, no de esa forma. Habían sido dos días de nerviosismo, ansiedad, intranquilidad. Sabía todo. Sabía que ella no lo diría. Sabía que pasaría por el tema sin mencionarlo. No la culpaba. Y yo no deseaba sacar el tema. No la última vez que la vería sonreír.
Todo empezó un poco frío, pero ella había cambiado y empezó a hablar. Rápido, sin parar. Yo casi ni podía seguir la conversación porque no paraba de pensar en aquella cara, en aquellos ojos. Ya no los volvería a ver más y sólo quería observar cada detalle, cada arruga, cada marca, cada tono de su piel.
Yo en realidad no quería ir a ningún sitio en especial y no iba con ningún plan, pero a ella le apetecía ir al cine y fuimos a un centro comercial. Me pareció tan buena idea como cualquier otra. En el coche seguía hablando, y yo seguía sin prestar demasiada atención. Aún tenía en mi mente la última vez que la llevé en mi coche. ¡Cuanto había pasado en tan poco tiempo! Me dio vértigo. E intenté concentrarme en la conducción.
Al llegar compré las entradas. La invité al cine porque sería lo último que le regalaría. Allí fue la primera vez que la toqué en mucho tiempo, fue una caricia en el pelo. Leve. Cariñosa. Suave. Sentí su energía que iba de su cuerpo al mío a través de mi mano. Intenso. Sensaciones en mi corazón.
Como era temprano nos sentamos en una terraza a tomar un refresco. Me quité la chaqueta y me senté. Y ella permaneció sentada con el abrigo puesto. Como sí, en cualquier momento, se pudiera levantar y salir corriendo. Y continuaba hablando. Me gustaba escuchar su voz. El tono, la sonoridad, las historias, la sensación de haber convivido con esa voz eternamente. Y empecé a ponerme nervioso. Bastante nervioso. Ella lo notó, era evidente. Me conoce y sabe cuando estoy inquieto. Ella también lo está, aunque me dice que esta cómoda. Noto sus manos doblando un trozo de servilleta y jugando con él. Ahora hay conversación fluida, necesitaba hablar yo también para liberarme de los nervios, la tensión me atenazaba el alma. Mi cerebro estaba en dos cosas a la vez, intentar hablar y decir cosas inteligentes y no dejar que mi pierna rebele mi nerviosismo una vez más.
Miro el reloj y se ha hecho hora de cenar. Paga ella, dejo que al menos ella me haga un último regalo a mi. No tengo preferencia por ningún restaurante en especial y como tenemos una hora antes de que empiece el cine vamos al Vips. No tenía nada de hambre, no estaba mi estómago para ninguna fiesta culinaria. Quería una simple ensalada, y la elijo mientras ella va al servicio. Cuando vuelve es mi turno. Me miro en el espejo, tengo cara de estar agotado. Me apoyo en la pared un instante y me digo, Rubén disfruta los últimos instantes, no seas un loco y digas cualquier gilipollez. Salgo y pedimos. La misma ensalada los dos. Curioso. Gracioso si pudiera reírme.
Mientras cenamos ella me hace llorar con un comentario que me entristece sobremanera. Una pena enorme que se libera mediante lágrimas que intento secar con las manos. Ella intenta consolarme dándome la mano, se la doy unos instantes. Muy rápidamente dejamos de tocarnos. No tengo nada de hambre y juego con la ensalada mientras la conversación continúa. Sacamos temas menos superficiales, cosas que tenemos que decir, pero la cosa se queda a medias. No soy capaz de comer más y miro de nuevo el reloj, quedan diez minutos para que empiece la película. Ella comenta que pagamos a medias pero me niego. La última cena la pago yo. Esto no es un regalo, le digo la única mentira que le he dicho en tres meses. A La próxima cena me invitas tú. Se que no habrá más cenas, es una mentira piadosa.
Estamos a las puertas del cine mientras ella fuma un cigarro. Hablamos más, cosas sinceras, cosas importantes. Y al entrar ella decide que nos demos un abrazo. Más sentimientos del corazón recorren mi alma, es corto, pero arrollador. Me gusta sentir el olor de su pelo una vez más, me gusta su mano en mi espalda. Y al bajar la mano casi se junta con la mía. Nerviosos, ambos, entramos en la sala. Buscamos el asiento y ella rompe a llorar. En ese momento no entendí esa llorera que dura poco, un minuto a lo sumo. Se tapa la cara para que no la vean, o quizá para que yo no la vea flaquear. No lo se. Voy al servicio, y al volver esta más tranquila, sólo en apariencia porque la oigo suspirar, síntoma en ella de pena y tristeza. Empieza la película y la comentamos de vez en cuando, en un momento dado la miro y deseo robarle un beso. Un último beso, que sus labios y los míos se toquen por última vez. Es un pensamiento muy rápido, un deseo fugaz, y una vez pasado el momento de debilidad me concentro de nuevo en la pantalla. Tardo en coger el hilo argumental, pienso que ya queda poco para separarnos por última vez y como si fuera una cuenta atrás miro el reloj a cada instante. De hecho lo he estado haciendo toda la tarde deseando que por algún azar de la vida el tiempo se detuviera. Pero las leyes físicas no entienden de deseos y las agujas del reloj siguen su movimiento de avance.
La película termina y con ella se va acabando nuestro tiempo. Es tarde y ella bosteza, un gesto que he visto millones de veces ahora se me antoja triste. Comentamos el final inacabado, en la pantalla la historia no ha finalizado, habrá una segunda y una tercera parte me informa ella. Yo pensaba ojalá fuera esta situación como un guión, poder continuar donde lo dejamos. Se que es imposible y ahuyento esos malditos pensamientos de mi cabeza. Aún así mi corazón está a punto de sufrir un ataque. La miro, la memorizo mientras ella camina. Grabo su voz en mi mente mientras habla en el coche. De camino a su casa, que difícil es decir ese pronombre en lugar del que solía ser, me pongo taquicárdico. Me he dado cuenta de una cosa, ¡no se cómo despedirme de ella!
Pienso, le doy vueltas y no encuentro la mejor forma. ¿Qué hago? Aparco el coche enfrente del portal y salgo del coche, y la abrazo. Ella me besa en la mejilla, yo no respondo. Simplemente la abrazo. Fue tan rápido que a los pocos segundos la estoy mirando a los ojos, le acaricio el pelo y la digo descansa. Mi última palabra. No se sí ella llega a contestar algo porque no puedo ni oírla, estoy triste, todo mi ser esta apagado, mi alma se ha marchitado de golpe, mi corazón bombea lentamente mientras la veo dirigirse al portal, como si una cámara lenta grabara fotograma a fotograma esa acción. Y la veo desaparecer para siempre.
En el coche, de vuelta a mi cama donde deseo meterme a hibernar como un oso, me pongo música. Pongo un cd. No puedo pensar, no puedo escuchar, no puedo apenas ver. Mis lágrimas me nublan la vista. Siento la soledad en el asiento de al lado. Me recompongo y paro de golpe la llorera, intento salir de ese estado y lo consigo.
Y al llegar y meterme en la cama deseo más que nunca en mi vida no haber conocido la dicha, la felicidad. No se echa en falta algo que se desconoce. Y mi último pensamiento antes de quedar dormido es un cumpleaños, me veo soplando una vela y pidiendo un deseo. Estar con ella eternamente. Y maldigo al encargado de cumplir los deseos. ¡Por qué no cumpliste el mío, cabronazo!
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