Rubén se encontraba en su celda de los calabozos del juzgado. En la oscuridad de su cubiculo se sentó en el catre. No podía dormir, una imagen se le quedó en la mente y no conseguía librarse de ella. Intentó, como había hecho otras veces cuando era más joven, dejar su mente en blanco. Sólo existir.
Cuando contaba con tan solo 12 o 13 años a Rubén le gustaba la música de Elvis. Era su ídolo. Su padre se había comprado un cinta con sus grandes éxitos y Rubén la ponía en su Walkman a todas horas, a cada sitio que fuera se la llevaba encima para escucharla una y otra vez.
Unos años más tarde su obsesión por el rock y las baladas del rey no había disminuido, sin embargo ya no solo oía su música. Empezó a comprar discos de lo que por aquel entonces se denominó new age. Melodías y ritmos envolventes. Tranquilos. Daban calma y al mismo tiempo le exaltaban el alma. También descubrió la música celta e irlandesa. Estos sonidos le hacían recordar que era humano. Que no era una simple oveja siguiendo al rebaño. Que era distinto. Lo que toda persona debería tener en mente en un momento u otro de su vida.
Con 18 o quizá 19 años observó que necesitaba calmar su corazón. Rubén se rebelaba contra todo, no estaba a gusto con el mundo en general. No encontraba su lugar. Y aún hoy, se dijo a si mismo mientras su mente divagaba, no lo he encontrado.
Un día estaba muy furioso, ya no recordaba el motivo, pero si rememoraba el momento. Se sentía como un león a punto de cazar, salvajemente hostil. Fue a su habitación y se encerró. Cogió una revista pero no podía leer, miraba por la ventana pero no podía estarse quieto. Era una olla a presión. Pascales retenidos en un recipiente sin salida alguna. De pronto bajó la persiana, puso el primer disco que encontró en su equipo de música y apagó la luz. Completamente a oscuras se tiró en el suelo. Y extrañamente se relajó. Dejó que su cuerpo se liberara de la tensión. Su cerebro dejó de funcionar por unos instantes. Rubén era solo alma.
La música que escuchó esa primera vez era de Enya. Una preciosa voz que surtía un efecto increíble en su espíritu.
A partir de ese día empezó a meditar. No lo hacia todos los días, ni si quiera una vez al mes. Sólo cuando necesitaba liberarse.
A veces no dejaba la mente en blanco sino que dejaba volar su imaginación. Ponía canciones irlandesas y se imaginaba en el Mayflower, yendo a conquistar nuevas tierras. O escuchaba sonidos celtas y su mente se perdía en las verdes montañas del norte de Inglaterra. O una melodía búlgara y pensaba en castillos medievales de centroeuropa. A veces le daba por llorar y ponía algún sonido que dejara fluir sus sentimientos y lágrimas.
Era reconfortante. La furia desapareció. Empezó a hacer deporte, le gustaba ir en bici por el campo. Pedaleaba durante kilómetros por parajes pedregosos, escuchando al mismo tiempo los sonidos que salían del mp3 y el latido de su corazón. Con su música pacificadora recorría lugares a los que sólo él podía llegar.
Ahora, sentado en la cama de la celda, quiso emular esos momentos. Quería paz.
Se tumbó en la cama pero un muelle del colchón tan cutre que tenía se le clavaba en la espalda. Decidió tirarse en el suelo. Cerró los ojos e intentó pensar en las melodías que tenía memorizadas de tanto escucharlas. Consiguió que esa imagen que no podía borrar se esfumara. Y al cabo de unos minutos, empezó a volar.
Y tras un rato pudo por fin relajarse y pensar en otros mundos, otras vidas. Sitios donde él sería libre, sin preocupaciones, sin tener que pensar que diría en el juicio al día siguiente.
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