Instantes antes conducía pensando en lo rápido que suceden las cosas, en lo lejano que se me antojaba la tristeza. Mientras recorría Madrid mi semblante reflejaba mi estado de ánimo. Absoluta felicidad por haber estado junto a ella.
Segundos antes tomaba una curva, un fatídico giro hacia la derecha. Y de pronto el coche hizo un extraño. Noté la parte de atrás deslizarse. La carretera desapareció unas milésimas de segundo. Estaba haciendo un giro de 360º. En ese instante me di cuenta de que la cosa pintaba mal. Y a mi mente vino solo una meta, una idea, un objetivo. Sobrevivir. Hace tres o cuatro meses me habría dejado llevar. Si el destino decidía que era mi momento no habría hecho nada por evitarlo. Sin embargo en esos momentos quería salir de ese trance con vida. Había algo por lo que luchar. Y así hice. Cogí el volante con fuerza y lo gire en el sentido contrario del deslizamiento para intentar contrarrestar la inercia del coche. No lo conseguí y acabé por completar el círculo. Una circunferencia que me llevo a impactar contra una valla. El choque fue sonoro, el metal del coche crujió, los airbag sisearon, chasquidos por todos lados. El coche salió rebotado y aún con las manos en el volante, sin haberlo soltado, pude situarlo en un lugar donde no estorbara a la pocos coches que pasaban a esa hora de la noche por esa carretera. A duras penas veía nada. Había humo dentro del habitáculo. Humo blanco, pero no olía a quemado. No olía a fuego. Reaccioné rápido e intenté abrir la puerta, estaba atascada. Empujé más fuerte y una abertura mínima me dejo sacar una pierna. Me paré en seco. Se me olvidaba algo. Las llaves. No se por qué pero pensé que era mejor girar la llave del contacto y quitarlas. Con ellas en la mano salí. Fuera, en la oscuridad de la noche, había un silencio roto por un susurro. Y como sí fueran los últimos extertores de un animal herido de muerte escuche a mi infatigable compañero de viajes susurrar algo. Un sonido débil, un silbido apenas audible. Y de pronto, cesó. Había muerto. Me alejé unos metros y en ese preciso momento al mirar el coche vi la magnitud del suceso. Y todo el aplomo y determinación que tuve durante los dos minutos anteriores se desvaneció. Empecé a temblar. Me encontraba en un puente. La valla contra la que había chocado me había salvado de un desenlace mortal. De una caída al abismo del olvido. Durante 10 minutos me quedé inmóvil, mirando mi coche. Mi cerebro se quedó bloqueado. Un coche me sacó de mi ensimismamiento. Paró y escuché a alguien preguntar si estaba bien, si necesitaba ayuda. Contesté mecánicamente que todo estaba bien sin mirar siquiera a la voz que se había dirigido a mi. El coche arrancó y se fue. Me quedé sólo, en medio de la carretera y por fin cogí el móvil. Mis manos temblaban. Busqué el número de mi madre y pulsé para llamar pero al momento me acordé de que ella lo apagaba por la noche. No pensé en llamar a casa, sólo un nombre me vino a la cabeza. El de ella. Y la llamé. He tenido un accidente dije. Ella contestó voy para allí. Ni se lo pensó. Me preguntó que donde estaba y conseguí darle mi ubicación pese a estar aún algo desorientado. Me senté en un muro de hormigón a esperar. Una espera interminable, tanto que la volví a llamar. La necesitaba ya. Oír su voz por teléfono me devolvió algo de valentía y mi mente renació, se puso en marcha. ¿Cuál era el siguiente paso? Me acerqué a mi coche y con el respeto que se le tiene a un compañero muerto en acto de combate abrí la puerta del lado intacto. Una nube de humo salió como sí de su espíritu se tratara y se elevó hacia el cielo. Descansa en paz. Abrí la guantera y saqué los papeles del coche. ¿Dónde narices está el número del servicio de atención en carretera? Maldita sea. ¡Por qué guardaré tantos papeles inservibles! Después de varias imprecaciones de este estilo encontré el dichoso número y marqué. Me enviarían una grúa lo más rápido posible. Y mientras hablaba con el operador apareció ella. Una visión celestial. Mi ángel de la guarda. Deseaba abrazarla, sentir que estaba vivo, ya que aún no me creía haber tenido tanta potra como para salir indemne de este calamitoso accidente. El abrazo fue reparador, reconfortante. Pude sentir su olor y eso realmente me tranquilizó. Empezamos a organizar todo. Ella puso orden en mi mente. Chaleco, triángulos, grúa. Todo listo. Todo preparado. Excepto un inoportuno inconveniente, la guardia civil.
Tenía miedo. Uno nunca sabe si tienen un buen día o uno malo y dependiendo de eso la cosa podía derivar en algo mucho peor. Ahora lo recuerdo todo como sí fuera un poco surrealista. Primero llegó una pareja, me preguntaron si estaba bien y si necesitaba una ambulancia. Les dije que físicamente estaba sin un rasguño y que ya había llamado a la grúa. Las preguntas eran formuladas de forma seca, concisa, sin miramientos. Querían mover el coche a un lugar más seguro y uno de ellos se subió y el otro empujó. Una vez colocado mi coche donde ellos querían apareció la furgoneta de atestados. Pregunta crucial. ¿Has bebido? Tenemos que hacerte la prueba de alcoholemia. Mi respuesta refleja, instantenea, fue decir que no. Protegerme. Acto seguido dije la verdad, una copa muy corta hace un par de horas. Soplé. 0.0 marcaba el lector digital y un suspiro de alivio se debió escuchar a mi alrededor. A partir de ese momento ellos se relajaron, más de lo que yo hubiera querido ya que empezaron a mirar el coche y bromear. Uno de ellos comentó, por el coche ya ni te dan 100€, a lo que otro dijo, lo que más vale son las ruedas. Deberías quitarlas dijo un tercero entre risas. Yo, nervioso aún, lo único que podía hacer era reírme y alucinar. Cinco minutos después se fueron, no sin antes darme la puntilla cuando un guardia civil se giró y antes de entrar en su coche preguntó, ¿tiene gasolina? Contesté que estaba el depósito lleno. Y entre risas me dice pues sacalá mientras llega la grúa.
Después de esta escena más bien cómica me quedé a solas con ella. La abracé de nuevo. Necesitaba su contacto, sentirla cerca de mi. Su calma me calmó a mi. Hablamos. En un momento dado ella me ofreció su coche, no lo utilizaría en unos días y me lo dejaba. Naturalmente decliné el ofrecimiento. Gesto extremadamente amable porque se que lo decía en serio. Tenía miedo. Uno nunca sabe si tienen un buen día o uno malo y dependiendo de eso la cosa podía derivar en algo mucho peor. Ahora lo recuerdo todo como sí fuera un poco surrealista. Primero llegó una pareja, me preguntaron si estaba bien y si necesitaba una ambulancia. Les dije que físicamente estaba sin un rasguño y que ya había llamado a la grúa. Las preguntas eran formuladas de forma seca, concisa, sin miramientos. Querían mover el coche a un lugar más seguro y uno de ellos se subió y el otro empujó. Una vez colocado mi coche donde ellos querían apareció la furgoneta de atestados. Pregunta crucial. ¿Has bebido? Tenemos que hacerte la prueba de alcoholemia. Mi respuesta refleja, instantenea, fue decir que no. Protegerme. Acto seguido dije la verdad, una copa muy corta hace un par de horas. Soplé. 0.0 marcaba el lector digital y un suspiro de alivio se debió escuchar a mi alrededor. A partir de ese momento ellos se relajaron, más de lo que yo hubiera querido ya que empezaron a mirar el coche y bromear. Uno de ellos comentó, por el coche ya ni te dan 100€, a lo que otro dijo, lo que más vale son las ruedas. Deberías quitarlas dijo un tercero entre risas. Yo, nervioso aún, lo único que podía hacer era reírme y alucinar. Cinco minutos después se fueron, no sin antes darme la puntilla cuando un guardia civil se giró y antes de entrar en su coche preguntó, ¿tiene gasolina? Contesté que estaba el depósito lleno. Y entre risas me dice pues sacalá mientras llega la grúa.
Al rato llegó la grúa y el mecánico me confirmó que el coche estaba mal. Un entierro era lo más lógico, no había cura para mi fiel compañero. Mientras el hombre enganchaba los cables me despedí de él. Le di un beso y acaricié el lateral con pena. Firmé un papel y le vi desaparecer en la oscuridad de la noche.
Ella me acercó a mi casa. Estuvo conmigo hasta el final, incluso más allá.
Al llegar a casa me desnudé y me metí en la cama. Esperé a que ella llegará bien y la llamé. Estaba tan agradecido por su ayuda, por su compañía en esos momentos que sólo por eso ya permanecerá en mi corazón y mi mente para siempre.
Milagrosamente no me ocurrió nada. Y el accidente, si algo bueno tuvo, es que me di cuenta de que la vida te da segundas oportunidades. Habrá que aprovechar y esta vez hacer las cosas bien.
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