Hace unos días me dirigía hacia el autobús. El mismo recorrido que hago siempre. Andaba con mis cascos escuchando música cuando me crucé con un hombre.
Alguien que no era del todo desconocido para mi. Una persona que sin lugar a dudas cuando la conocí me pareció de lo más peculiar del mundo. Y mira tu por donde, después de unos años me encuentro por Madrid con él. Lo más extraño es que él me reconoció a mi también.
Siempre se ha dicho que para los chinos los occidentales les parecemos todos iguales. Y lo mismo se dice al contrario, que no podríamos distinguir a un chino de otro. Por eso mismo me quedé realmente sorprendido cuando el hombre al verme sonrió y levantando la mano a modo de saludo dijo un hola. Curioso, muy curioso.
¿Quien era este hombre?
Un cocinero de un restaurante chino. Un tipo que cuando lo conocí apenas hablaba castellano. Nos entendíamos por señas y chapurreando algo de inglés.
En su día me contó que era de Shanghai, de un barrio muy pobre de la megaciudad China. Tenía mujer y un hijo que seguían allí mientras él había venido a buscarse la vida a un país con una cultura y un idioma totalmente desconocidos. Incluso en una ocasión me enseñó las fotos de ellos que llevaba en la cartera, unas fotos en las que se veía a un niño pequeño junto a una mujer bajita y delgada apoyados en un barquito de esos que surcan las turbias aguas de la ribera del Yangtsé.
Por algún extraño motivo me caía bien ese hombre, pese a sus rarezas. Se le veía simpático y abierto para ser asiático. Gente normalmente más reservada con su vida, sobretodo con extraños de otro país.
Le conocí hace mucho tiempo en el bar en el que trabajo. Seis años, quizá siete. Durante un año venía antes de entrar a trabajar a tomar un café. Se encendía dos o tres cigarros al mismo tiempo y los dejaba encima de la barra, en el borde, pese a que siempre le mostraba el cenicero. El sonreía y movía la cabeza como entendiendo lo que le decía pero hacia caso omiso y seguía dando caladas en su ritual diario dejando los cigarros en línea en la barra.
Al principio no decía nada. Entraba, se tomaba su café y cinco minutos después salía por la puerta. Eso si, siempre sonriendo. Mostrando una dentadura con la que más de un dentista se frotaría las manos.
Poco a poco empezamos a "hablar". Al ser cocinero tenía poco contacto con los españoles. No salía de la cocina más que para irse a su casa a descansar después de las comidas para, un par de horas después, volver y completar su turno partido. Por lo tanto, pese a que llevaba bastante tiempo en Madrid no sabía decir mucho.
Pero una vez roto el hielo se lanzó a por todas. Me explicaré. Iba a ese bar en concreto porque le gustaba una de las camareras. Él no lo dijo abiertamente, claro, pero se le notó un poco al venir un día con una lata de algo que no supimos que era. Las letras chinas de la pegatina no nos dejaron más remedio que intentar adivinar que leches era eso. Pues vino con la lata y con su más amplia sonrisa se lo dió a la chica. Yo me partía de risa. Un chino de Shanghai y una dominicana de Azua. La extraña pareja. La cosa no llegó a más pero la chica, que tenía mucha cara, se pasaba el día bromeando con él. ¿Cuándo me vas a llevar a China a conocer a tus padres? Le decía. Yo sólo podía reírme.
Un día, de pronto, dejó de venir. Y ya no supimos más de este hombre. Se quedó en una anécdota y de vez en cuando la recordábamos esta chica y yo cuando aún trabajaba conmigo.
Hasta la semana pasada.
Cuando le vi a unos metros de mi él ya sonreía. Me reconoció antes él a mi que yo a él. Me quedé un instante pensativo. ¿A este tío le conozco? Me dije. Y cuando estábamos a un metro de distancia caí en la cuenta. ¡¡¡El cocinero de Ivelisse!!! Y sonreí. Incluso solté una carcajada. ¡Que maldita casualidad!
Seguía igual, físicamente hablando. No había cambiado nada. No obstante, el pantalón que le quedaba enorme y la camiseta cochambrosa que solía llevar para trabajar y con la que le veía tomarse el café había sido cambiada por un traje verde oscuro con corbata y todo. Y en la mano un maletín de cuero negro. ¿Había comprado el restaurante chino?¿Se había pasado al negocio de las importaciones?¿Era el primo lejano de Jackie Chan y le había dado algo de dinero?
Me quedé pensativo. Me hubiera gustado saber algo más de él. ¿Qué ocurrió en estos seis años? Si, la verdad es que me hubiera encantado saber que fue de su vida. Pero ninguno de los dos paró más que lo necesario para saludar con la mano. Sinceramente me dejó sorprendido y pasé todo el trayecto en autobus recordando las historias que contaba, con su inglés peculiar y sempiterna sonrisa, sobre la vida en Shanghai.
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