Si, hoy es uno de esos días.
La imaginación hace que al cerrar los ojos mientras voy en el autobús sueñe con todos esos pequeños detalles, cosas insignificantes que hacen que mi piel desee una caricia, un susurro en mi oído. Rubén, te amo.
Mientras veo pasar gente a mi lado descubro que todo eso desaparece al abrir los ojos, así que los vuelvo a cerrar. Vuelvo al mundo de la fantasía, me sumerjo entre imagenes lejanas e irreales.
Mi mente me lleva hasta un café en París. Una mesa redonda de madera al lado de un ventanal amplio. En la calle se ven las primeras hojas caídas en el suelo por efecto del otoño que comienza. Revolotean movidas por un suave viento, una danza hipnótica. Un camarero se acerca sigilosamente y me pregunta que deseo tomar. Absorto y con la mirada perdida pido un café. Sólo tengo ojos para ella. La veo por la calle, caminando hacia la puerta. Suéter y vaqueros. Melena al viento. Los tonos grisáceos del cielo iluminan su figura. Ensalzan su belleza y hacen que me enamore más aún si cabe de esa mujer. Entra y se sienta a mi lado. Le acaricio la pierna mientras hablamos. Mi mirada se centra en sus ojos, en sus pómulos, en sus labios que se mueven dulcemente. E interrumpiendola abruptamente le suelto un te amo. Ella sonríe y en un café de París, en el barrio de Saint Germain des Prés, me dice yo también te amo cielo. Y entonces el que sonríe soy yo. Sueño que soy el hombre más feliz del planeta.
El gris es un color que te envuelve el alma en melancolía. Te hace volar por sitios recónditos y que asustan al darte cuenta que todo es pura invención.
Sigo en el autobús, y apenas abro los ojos para ver donde me encuentro. Por el cristal veo árboles, veo un pequeño bosquecito.
Y me abandono de nuevo al mundo onírico. Al mundo en el que sueño con ser feliz.
Estoy en un bosque lleno de colores. Verdes oscuros, todo tipo de marrones, rojos apagados que se confunden en la lejanía. A mi lado camina una chica que irradia magnetismo. Su cuerpo sensual se mueve entre la hojarasca caída de los cada vez menos frondosos árboles. Botas y cazadora a juego, pantalón ajustado y si, una melena que no hago más que ver moverse ante su cara. Precioso rostro con mirada cariñosa, en sus ojos hay bondad, amabilidad. Su sonrisa me reconforta y le agarro fuertemente la mano. Símbolo de protección ante el bosque desconocido y misterioso. Viviendo la aventura juntos, sin separarnos ni un instante, curioseamos y observamos la naturaleza. Escucho su respiración, aspirando ese aire puro y los aromas propios del monte. De pronto miramos hacia arriba. El cielo encapotado y gris amenaza lluvia. Al desviar la mirada del camino para subirla hacia las nubes me fijo en ella. Y deseo robarle un beso. Y sueño que lo hago. Apoyados en el tronco de un árbol centenario nuestros labios se juntan, con ambas manos acaricio su cara y la beso como si la lluvia que empieza a caer no nos mojara. No hay nada más en el mundo que ese beso. Nada existe más que ella y yo. Y bajo la protección de ese árbol nos sentamos, y sin poder dejar de mirarla ni un instante la abrazo, llevo su cabeza contra mi pecho y huelo su pelo mojado. Y la digo que me encantaría que ese olor me despertara cada mañana de mi vida al darme los buenos días.
Los grises hacen que mi lado romántico salga. Que aflore mi deseo de encontrar a esa mujer. De perderme en su abrazo. Y hoy en el autobús lo he comprobado.
Llegando casi a mi destino he dejado que una última visión me acompañe en el tramo final. Una imagen un poco borrosa, como si la lluvia no me dejara ver claramente. Es algo con lo que llevo soñando unos meses y que hoy ha martilleado mi corazón con fuerza. Es la visión de ella, de mi amor aún sin encontrar. Ella esta en algún sitio pensando en mi, soñando con mis ojos, deseando mis caricias. Se que esta ahí, hoy quiero pensar que sí, que es cierto. En un día gris y plomizo en Madrid cierro los ojos y con todas mis fuerzas la llamo, la siento, la pienso.
Y hace un rato, con el agua resbalando por mi cara, me he dicho ¡qué maravilloso sería pasear bajo la lluvia sujetando su mano!
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