Trece meses antes, día arriba día abajo, de esa terrorífica noche me encontraba sentado en un banco de un lejano parque. Hacía frío; un viento gélido que, a parte de traer consigo unas nubes bastantes negras que amenazaban lluvia, se metía por cada poro de mi piel. Esto hizo que me abrazara y acurrucara aún más a ella mientras mirábamos divertidos como a unas decenas de metros la gente iba formando una cola. Niños con sus padres, parejas que cogidas de la mano se besaban tiernamente, abuelos luchando con sus nietos para que no se alejaran demasiado, todos ellos esperaban que fueran las cinco de la tarde. Era entonces cuando la fiesta del helado de ese tormentoso martes daría comienzo en la inquietante y misteriosa ciudad de Salem.
Unas pocas horas antes había estado dando un paseo por aquellas calles que allá por el año 1692 fueron testigo mudo de la locura de un pueblo, la inseguridad e insensatez de los habitantes de esa parte del mundo campaban a sus anchas sin más razón que la de desterrar el mal de sus rectas vidas. Unas niñas, quién sabe si jugando o quizá llevadas por el histerismo de una población temerosa en exceso del poder del diablo, hicieron que unas 200 personas cayeran como piezas de dominó en un tablero. Dos centenares de acusados en total; unos veinte muertos entre lapidaciones, ahorcamientos y duras noches en la carcel y un sinfín de legajos escritos con las declaraciones de vecinos, familiares y amigos de esa pobre gente acusada de haber traído al mismísimo Satán a las puertas de sus casas. ¿Ha practicado o visto algún indicio de brujería en alguno de sus inestimables conciudadanos?
Estuve en uno de los muchos museos que reclamaban la atención del visitante con simbología pagana en sus fachadas. Figuras de brujas, dibujos de druidas y símbolos de runas por doquier que harían que cualquiera de los puritanos que vivieron esos tristes hechos trescientos años atrás se revolviera en su tumba pidiendo la muerte de tanto hereje. Al final del recorrido del museo por el que me decidí para enterarme de la terrible historia de la caza de brujas de Salem había una pequeña tiendecita de souvenirs. Quería comprar algo de recuerdo así que deambulé un rato cotilleando cada estantería de la tienda. Vi libros de hechizos, biblias satánicas, figuritas de la típica bruja volando en su escoba, juegos de cartas...no me decidía por nada en concreto hasta que me paré en la sección de colgantes. En cuanto lo vi supe que era lo que deseaba. Una cruz solar. Simbolizaba la unión entre el cielo y la tierra, la divinidad del astro frente al eterno y terrenal ciclo de las estaciones; pero también era una alegoría de lo que anidaba en mi corazón en esos momentos, un encomiable e irrefrenable deseo de que mi sol (ella) amaneciera junto a mí cada día de mi vida volviendo nuestra unión eterna.
Pasando un frío de muerte en un banco de un bonito parque de la ciudad de Salem veíamos como decenas de niños portaban sus bandejas con diez tarrinas de helado y se sentaban sobre la hierba con cara pensativa, ¿con cuál empiezo? La oferta era tentadora, cinco dólares por diez helados a elegir entre un variado grupo de tenderetes diseminados por el parque. Ese día, en aquel lugar sonreí ampliamente, y en el catamarán de vuelta a Boston no podía ser más dichoso. Al llegar al puerto, nos quedamos un rato sentados en el borde del mar viendo el atardecer y el trajín de los barcos que iban y venían de distintos lugares. En silencio, admiramos el vuelo de las gaviotas sobre el Atlántico mientras el sol bajaba y las luces de la ciudad poco a poco se iban encendiendo dejando vislumbrar el bonito perfil de la bahía de la capital de Massachussetts. Siempre que echo la vista atrás recuerdo ese instante como el último en el que verdaderamente sentí una felicidad extrema en mi corazón. Por eso, trece meses después, cuando hacia la maleta para irme de mi casa cogi el olvidado amuleto comprado en una pequeña tienda de museo que andaba olvidado en el fondo de un cajón y me lo puse. Mirando mi triste reflejo en el espejo del baño, veía las lágrimas caer por mi rostro. Mientras éstas resbalaban precipitándose hacia la encimera del lavabo, aquel 31 de Octubre, acortaba la cuerda que sujetaba esa cruz solar; deseaba que todos los espíritus que residían en el averno me ayudaran a recuperar aquella sensación que tuve en Salem. Quería hacer un pacto, y aquel talismán sería mi conexión con el mundo de lo invisible.
La casualidad (¿de verdad existen?) había hecho que mi primera noche sin amor fuera la noche de Samhain, una de las más tenebrosas de cuantas hay en el año. La oscuridad de aquel día cayó sobre mí como una pesada losa y como si fuera un alma en pena vagué por un mundo sin sueños. Para mí, la peor pesadilla de todas. Esa noche tuve tanto miedo, un terror tan atroz, que por la mañana huí tan lejos como pude. Cogi el coche y conduje intentando alejarme lo más aprisa posible de esa negrura que se cernía en mi horizonte.
No recuerdo cuánto tiempo llevé ese colgante. Puede que tres o cuatro meses, quizá cinco. Un día me di cuenta de que ese bonito instante en Salem jamás volvería a mi, pero eso no era lo más importante. Lo interesante de todo ello es que llegó ese día en el que si pudiera entrevistarme con el diablo en persona y éste me concediera un deseo por mi alma ya no le pediría volver a su lado. La cruz solar había dejado de tener significado para mí, entonces me la quité y la guardé en una vieja caja de zapatos en la que conservo aquellas pequeñas cosas de mi pasado que está bien no olvidar.
La rubia sigue con su mirada perdida en sus cosas mientras yo la cotemplo en la distancia. Manos pequeñas que de vez en cuando sujetan un rotulador, que recogen su corta melena colocándosela tras la oreja, que pasan páginas de un cuaderno lleno de anotaciones. ¿Cómo sería volar con ella? La veo coger el móvil y sonreír. Seguramente ya haya alguno que desee volar con ella o peor aún, quizá ya estén sobre las nubes cogidos de la mano para no caer.
Los celtas denominaban a estos días en los que estamos Samhain, cuya traducción podría ser el final del verano. Para ellos, esa noche del 31 de Octubre era muy especial. Los espíritus deambulaban junto a las personas vivas, en esas horas tras la caída del sol unos y otros podían comunicarse. Hecho que utilizaban los brujos, hechiceros y chamanes para hacer sus conjuros a la luz de la luna de la primera madrugada del mes de Noviembre. Y yo me pregunto, si entre ese batiburrillo de almas eternas pudiera hablar con una de ellas esa mágica noche...¿qué le pediría a ese sabio y etéreo ente?
Sin duda algo bastante simple, ¿cómo hago para que la rubita sepa que existo?