Tras unos segundos de vanidad, traspasé mi piel y llegué a mi alma.
Siempre he escuchado eso de que para mejorar, en cualquier ámbito de la vida, hay que saber de dónde se parte para conocer en qué lugar estamos y cuánto falta para obtener lo que queremos.
Mirándome en ese espejo he recordado a aquel Rubén que hace algo más tres años escribió una entrada titulada "Ex ungue leonis".
Largo camino desde entonces, un sendero complicado. Lleno de peligros que me han asustado en ocasiones, haciendo que me encogiera en un ovillo deseando que pasara el miedo rápidamente. Pero también ha sido un recorrido con muchas otras emociones.
Alegría, extrañeza, ansiedad, sorpresa, tranquilidad y sosiego, nerviosismo, dudas, rabia, soledad. Cada paso por ese camino me ha traído momentos únicos e inolvidables, malos y buenos. Sensaciones que he intentado plasmar lo mejor que he podido y sabido en este pequeño rincón perdido del mundo.
En aquella ocasión, también me miré en un espejo y vi más allá. Lo que observaba no me gustó demasiado. No fue agradable darse cuenta de que tenía que pulir mi alma. Desechar esas partes más oscuras e innobles y potenciar la luz que se pudiera esconder tras toda esa negrura que recubría todo mi ser.
Las cosas no son lo que parecen, decía entonces.
Hubo muchos momentos en los que me preguntaba por qué. ¿Qué motivos había para moverse? Puede que fuera el orgullo por no caer derrotado, las ganas por demostrar que podía superarme. Quizá la batalla más complicada de librar sea la que te enfrenta a ti mismo. ¿Por qué? ¿Para qué? Te preguntas una y otra vez mientras las dudas acechan sigilosas tras cada recodo, giro o cambio de rumbo.
El desgaste es evidente y por mucho orgullo que creas poseer llega la temida pájara que no te permite ver más allá de tus propias narices. Miras pero no ves. Observas a tu alrededor pero no te das cuenta de lo que ocurre. Fue entonces cuando me aferré a un clavo ardiendo. Soñé con el amor.
Qué locura, ¿verdad? Un estúpido pregonando a todo aquel que quisiera escucharle, que el amor verdadero existía. Un Quijote luchando contra molinos de viento. Así me he sentido en muchísimas ocasiones, cuando me topaba con alguien que intentaba hacerme claudicar de mi sueño de ser feliz amando y sabiéndome amado. Yo no creo en el amor, me comentaban. Entonces me tapaba los oídos y como cuando jugaba de pequeño con mis hermanos soltaba eso de, "habla chucho que no te escucho."
Mismos lunares, mismos tatuajes, cuerpo y formas similares. Mirada distinta. Tres años largos después he vuelto a mírame en un espejo. Ahora las cosas son lo que parecen.
Mi cara transmite lo que siento en cada instante. Sin máscaras, sin filtros.
Una sonrisa se ha reflejado en ese espejo. Tímida. Leve. Tan solo una pequeña mueca que, para alguien que no me conociera no significaría gran cosa pero que para mí, cuando segundos antes vi pasar todo ese escabroso camino como un rápido flashazo, ha sido realmente reconfortante.
Pero como diría el señor lobo en pulp fiction, "señores no nos chupemos las pollas aún." Esto no deja de ser un sendero infinito. Paso a paso, cincel y escoplo en la mano, esculpo mi alma. Trato de emular, en la medida de mis posibilidades, al artista que sabe que en el bloque de mármol se intuye la figura de algo interesantemente bello. No hay duda de que para llegar a buen puerto aún quedan muchos martillazos que dar, retoques aquí y allá. Es un carrusel interminable de emociones, sensaciones, sentimientos. Un camino, en cierta manera, iniciático hacia la comprensión de uno mismo.
Soy Don Quijote junto a su inseparable Rocinante, lanza en ristre y semblante con ganas de lucha. Nada me hará creer que no son gigantes eso que veo. Aún tengo fé en el amor, creo en el amor verdadero y único. Y quien diga lo contrario, que no existe y que todo son ilusiones de mentes absurdas, que se mire en un espejo y observe si sonríe o no.
No hay comentarios:
Publicar un comentario