¿Qué hay más bonito que mirar a través de una ventana el cielo gris de una mañana lluviosa mientras suena Moonriver y la suave voz de Audrey Hepburn te lleva a lugares confortables y calientes dentro de tu alma?
En algún otro instante de mi vida ya hablé de esta cálida voz, de la sensualidad que desprende su pausado ritmo, de la increíble paz que transmite esta canción susurrada por la bonita Audrey.
Y ayer la volví a poner para escribir sobre algo que me ha sorprendido bastante. A la gente no le gustan los días de lluvia.
¿Qué sin sentido es ese? ¿Cómo es posible que nadie vea la belleza del agua cayendo sobre los tejados rojizos de las casas o disfrute escuchando el chapoteo de las miles de gotitas golpeando una ventana llena de reflejos inverosímiles?
Yo podría pasarme horas y horas observando las nubes volar por el cielo, las miles de formas y cientos de tonalidades de grises que, surcando el aire, parecen deambular sin un destino aparente.
Demasiado bucólico, quizá muy ñoño, alguno incluso podría decir que hasta resulta empalagoso. Puede que así sea y que viva en un mundo irreal donde he dejado de lado los atascos causados por el agua, los pitidos de algún loco que llega tarde al trabajo, las maldiciones de esa señora que al abrir el paraguas ve que está roto. Si, quizá sea eso. Vivo en mi país de las maravillas donde una gotita de agua es sólo eso, una pequeña cápsulita llena de sensaciones. ¿¡Qué importa mojarse!? ¿¡Qué más da que algo de agua resbale por nuestra cara!?
Me asombra que la gente no se deje llevar por el momento, que no disfrute de algo tan banal como una tormenta o un día de lluvia.
Recuerdo que en una ocasión me pilló una tormenta tropical en Miami. Desde una semana antes todos los canales de la televisión hablaban de la increíble fuerza de esa tormenta que al tocar tierra se convertiría en huracán. Yo estaba expectante, ¿como sería vivir una experiencia de ese tipo? Sentía una curiosidad tremenda. La televisión local de Miami no paraba de mostrar el posible recorrido que haría el ojo del huracán a lo largo de Florida. Los meteorólogos anunciaban que sería la mayor tormenta desde el Katrina, los periodistas recomendaban comprar víveres en unas tiendas en las que ya se veían estantes vacíos. Los del hotel decían, para calmar los ánimos de todos los que nos arremolinabamos por el hall y llenos de esa tranquilidad que te da haber vivido decenas de tormentas tropicales, que sería un día con un poquito de lluvia pero nada más. En fin, el día llegó y me desperté con ganas de abrir las cortinas de la habitación y ver mi primer huracán en directo.
Fue emocionante. El cielo estaba realmente negro, lóbrego. Desde luego era una oscuridad tenebrosa, que presagiaba mucha agua. El viento empezó a soplar cada vez más fuerte y yo salí a la terraza de la habitación con la cámara en mano a grabar todo aquello. Las palmeras del paseo se bamboleaban en una danza hipnótica. Sonaban las sirenas de los bomberos a cada instante, acompañadas por un bufido ensordecedor causado por la fuerte ventisca que, cada segundo que pasaba, se hacía más potente. Y de pronto una inmensa tromba de agua cayó sobre Miami con una intensidad como jamás había visto.
Una hora más tarde esa lluvia cesó de golpe para pocos minutos después volver a caer pero con mucha menos virulencia. ¿Ya está? Me dije. Pues que bobería, ¡pensé que volarían coches y vacas por el aire como en las pelis! Me metí dentro de la habitación un poco decepcionado pero sonriente.
Para asombro mío, tres o cuatro horas más tarde y al salir de comer una deliciosa tarta de queso de un restaurante cercano, un sol radiante lucía en el cielo. La tormenta se dirigía en esos momentos hacia el norte, cogiendo una fuerza inusitada que días más tarde obligaría a cerrar algunas estaciones del metro de Nueva York por inundaciones en la parte baja de Manhattan, y que cancelaría vuelos en los dos aeropuertos internacionales de la Gran Manzana.
Sin duda ese día, en el que yo disfruté como un niño viendo llover, muchos otros se levantaron maldiciendo, con cara de pocos amigos. ¿No es más bonito disfrutar de todo cuanto nos rodea ya sea con un rojizo y ardiente sol, una pequeña brisa nocturna o una arreciante lluvia?
Yo creo que si, por eso ayer me puse los cascos y salí a la calle con una amplia sonrisa.
¡Qué día más bonito! Me dije, cuando la primera gota de lluvia mojó mi cara, mientras la dulce voz de Audrey susurraba en mi oído Moonriver.
"...two drifters, off to see the world. There's such a lot of world to see..."
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