Escuché llorar a alguien tras la puerta de mi habitación. Me despertó el leve susurro de sus suspiros.
Salí a mirar.
Ella estaba sentada en el sofá, a oscuras. ¿Qué te pasa, mamá?
Nada, hijo. Me respondió. Cogió mi mano muy fuerte y la sostuvo entre las suyas mientras yo intuía, en la negrura de aquella habitación, las pequeñas lágrimas cayendo por su rostro.
Os hacéis mayores muy rápido. Me dijo, de pronto.
Entonces comprendí que aquella tristeza era causada por la impotencia. El inexorable paso del tiempo, que sin apenas darnos cuenta se escapa entre los dedos de las manos, era el culpable de aquella congoja.
No supe que decir, y solo se me ocurrió acariciar su espalda con la mano que me quedaba libre hasta que poco a poco las lágrimas remitieron.
¿Estas mejor? Pregunté. Si, ve a dormir anda.
Dudé unos segundos. Le di un abrazo y me fui del salón dejándola sola unos minutos.
No pude cerrar los ojos hasta que la sentí irse a su habitación. Entonces apagué la luz de la lámpara de mi mesilla de noche y lloré.
Nunca había visto a mi madre tan apenada, con tanta tristeza.
Yo tenía por entonces 21 o 22 años. Esa noche de una lejana primavera, me di cuenta de algo tan obvio que nunca me habia parado a pensar en ello. El tiempo corría para ambos y en algún momento ella no estaría. Y lloré, lo hice como jamás lo había hecho hasta aquel día.
Ayer celebrábamos todos su cumpleaños, mis hermanos y mi padre. Yo estaba sentado a su lado y en un momento dado me fijé en ella mientras jugaba con el móvil intentado hacernos una foto. Observé sus facciones. Sus ojos, su mirada y ese recuerdo, esa reminiscencia de aquella inevitable tristeza que jamás conté a nadie, vino de pronto a mi mente.
Mi sonrisa se borró levemente, solo unas décimas de segundo que evitaron que nadie en aquella mesa notara cosa alguna. ¿Por qué siempre cierras los ojos cuando te hacemos una foto, mamuchi? Solté riendo.
Me obligué a no pensar en ello...hasta ahora.
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