"...en mis viajes por las indias he recopilado objetos y tesoros por valor de cien mil libras y es mi deseo que el gobierno pueda beneficiarse de ellas...si fracaso en mi empeño no pediré más merced que ser ejecutado, en cumplimiento de mi sentencia. Su desafortunado y humilde servidor, William Kidd."
Sentado en la lúgubre celda de la prisión de Newgate en Londres, kidd redactaba esta carta. Esa noche la impávida mirada de la parca se cernía sobre él. Una tenebrosa sombra que deseaba llevarle consigo y ese pliego de papel, garabateado con letras imprecisas, contenía su única oportunidad para librarse de ella. Su salvoconducto para esquivar la horca y por lo tanto a la maquiavélica muerte.
Pocos meses antes, en Nueva York, como parte de la negociación para ser liberado de los cargos que se le imputaban, había desvelado el escondite de parte de su tesoro. En una pequeña porción de tierra al este de los Hamptons llamada Isla Gardiners había enterrado un botín de cerca de quince mil libras en oro y joyas. El gobernador de Nueva York, raudo y veloz, fue a por el tesoro descubriendo que era cierto que allí se encontraba, tal y como había dicho el bueno de Kidd. No obstante, no fue suficiente como para hacer la vista gorda y William fue llevado a la vieja Inglaterra para su juicio ante el parlamento.
Allí, los delegados de la India querían la cabeza de Kidd por haber capturado el Quedagh Merchant, un navío mercante lleno de seda y oro con bandera francesa pero de pertenencia India. El Almirantazgo Inglés, temiendo el cese de la fructífera relación con oriente, condenó a Kidd haciendo caso omiso de la misiva que escribió en Newgate y del fabuloso tesoro que decía poseer.
Días más tarde, en las orillas del Támesis, el corsario William Kidd iba a ser ahorcado por piratería. Un ajusticiamiento que tendría que ser modélico para todo aquel marino que se viera tentado de traspasar la línea y convertirse en pirata. Por eso, embadurnaron el cuerpo inerte de Kidd con brea y lo colgaron, atado con cadenas, sobre el río. Cualquiera que transitara el Támesis en los dos años siguientes pudo ver el cuerpo descompuesto del capitán del Adventure Galley, el del señor William Kidd. Y así fue como la leyenda de ese magnífico tesoro llegó hasta el nuevo continente. Y por supuesto, tanto Rubén como Jack conocían esta leyenda que se contaba en todas las tabernas desde New Providence hasta Nueva Inglaterra.
Alrededor de veinte años más tarde de la muerte de Kidd, Rubén el Conquistador estaba sentado ante la feroz mirada de Anne Bonny.
- Creo que no has entendido bien tu situación, Conquistador. Empieza a hablar ahora mismo y te prometo que no seré demasiado cruel contigo, ya que de morir no te libras.
Rubén, sabiendo que aún tenía una carta en la manga, sonrió.
- Anne, eso es lo que me gustaba de ti. La sensación al poseer a un animal salvaje cuando te follaba en esa sucia cama de aquella posada de Port Royal.
En ese instante Mary se acercó y le abofeteó con ganas.
- Habla, ¡maldito bastardo! Le ordenó Read.
- Jack, tranquiliza a tus gatitas o te quedarás sin saber el final del cuento.
- Vamos chicas, dejadle terminar la jodida historia. Y tu, ¡déjate de rodeos y ve al grano!
- Bien, queridos amigos, ¿conocéis la Isla del Roble?
Oak Island es una pequeñísima isla en Nueva Escocia, Canadá. Allí, en esas rocosas playas, yace el mayor misterio de cuantos se narran en los viejos tratados. Un enigma que comenzó en 1795 y que a día de hoy no ha sido resuelto. En ese año, un grupo de tres adolescentes descubrieron algo que les llamó la atención. Andando por la isla se fijaron en una pequeña hondonada en el terreno, les pareció tan extraño que alguien hubiera hecho un agujero en ese inhóspito lugar que se pusieron a cavar.
Así que, tan sólo armados con sus propias manos, comenzaron a trabajar quitando arena y piedras. Y lo que descubrieron les dejó boquiabiertos. A unos 30 centímetros había una especie de enrejado hecho con pequeñas ramas y piedras. A la semana siguiente se citaron allí mismo, pero esta vez llevaban unas palas. Al mismo tiempo que ellos cavaban se dieron cuenta de que aquello tenía pinta de haber sido hecho por la mano del hombre, no era algo casual o un capricho de la naturaleza. Y eso se confirmó cuando a los tres metros de profundidad encontraron una plataforma hecha con troncos.
Esos tres chavales, sin más medios que unas tristes palas y una enorme curiosidad, llegaron hasta los diez metros de profundidad y comprobaron que cada tres una nueva plataforma de troncos aparecía ante sus ojos.
Algunos años más tarde una compañía formada con el único objetivo de desentrañar ese misterio, la Onslow Company, llegó a la isla y perforó hasta una profundidad de veintisiete metros. Encontrándose, por supuesto, con las susodichas plataformas cada vez que bajaban tres metros más. Pero aquí viene lo más intrigante de todo este enigmático tema, al llegar a los 27 metros encontraron una tablilla de piedra grabada con unos extraños símbolos. Cuando lograron descifrar su significado surgió una increíble frase, "...14 pies más abajo, 2,000,000 de libras están enterradas....".
¿Qué ocurrió entonces? El nuevo descubrimiento hizo que los trabajadores de la compañía corrieran demasiado a la hora de perforar, sin darse cuenta de que el que hizo aquel tremendo pozo puso alguna trampa para que no fuera tan sencillo apropiarse de lo que se escondía ahí abajo. Muchos años más tarde se descubrió, en una playa cercana al lugar de perforación, que había un canal que comunicaba el pozo con el agua salada del mar. Los trabajadores de Onslow desconocían este hecho y al bajar unos 10 metros más, de los 27 donde encontraron la piedra con los símbolos grabados, todo se inundó.
Desde entonces ha sido imposible dragar el pozo, ya que no sólo se comunica por un sólo canal con el mar sino que el arquitecto que diseñó el misterioso agujero horadó cinco de estos inoportunos conductos en el subsuelo de la isla.
Estudios recientes sobre el pozo del dinero, nombre por el que es conocido ese enigmático agujero, dicen que fue construido alrededor del año 1700. William Kidd fue ahorcado a finales de Mayo de 1701. ¿Sería verdad lo que decía esa carta que escribió encerrado en una oscura celda en Londres?¿Es posible que el pozo del dinero esconda el legendario tesoro de Kidd?
Desde luego estos hechos eran totalmente desconocidos por El Conquistador, pero había llegado a sus oídos cierto rumor de una isla en el norte, más allá de Boston. Un marinero que había escuchado una historia de boca de una fulana cuya hermana regentaba una tasca, donde un desconocido sentado en una de sus mesas había mencionado que fue compañero de un viejo marino que había estado bajo el mando de uno de los que estuvieron con Kidd en el Adventure Galley. Esas historias hablaban de un pozo que construyeron ingenieros franceses que obedecían órdenes de cierto pirata Escocés.
- ¿La Isla del Roble? Preguntó Jack Rackham.
- Eso es, llévame a Boston y te diré exactamente donde está escondido el tesoro de William Kidd. Habrá oro y joyas suficientes para que puedas retirarte de la piratería y vivir feliz con tus gatitas ronroneando junto a ti.
Calicó Jack cogió entonces una carta de navegación que había sobre su mesa.
- Indícame donde está, ¡vamos!
Rubén se iba a negar a hacerlo esgrimiendo cualquier estúpida razón cuando, de pronto, bajó alguien corriendo. Arriba, en cubierta, se empezó a escuchar cierto alboroto.
- Capitán, hemos avistado un mercante francés. Rumbo sur-suroeste, a unas 15 millas.
- ¡Subamos! Y señalando a Rubén añadió, ¡átalo al mástil!
Así que allí estaba El Conquistador, amarrado al palo de la pequeña balandra de Jack Rackham. Una embarcación con apenas 8 cañones. Enfrente, a babor de la balandra, un navío de unos 40 cañones y quizá el doble de eslora. O Jack era muy bueno en lo suyo o Rubén acabaría siendo pasto de los tiburones.
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