Me había sentado en el suelo imitando su posición. Enfrentado a él, observaba su rostro asaeteado por miles de sombras que hacían los surcos de ese viejo semblante más profundos si cabe.
Unos instantes antes, el anciano había bebido de un cuenco de barro que reposaba en el suelo, a su lado. En él, había machacado con los dedos de la mano unas hojas que sacó de una bolsita de cuero mientras vertía un líquido mezclándolo todo.
La luna se ocultó tras unas montañas cercanas dejando entrever las estrellas y planetas que nos miraban con menos curiosidad sin duda de la que nosotros, los simples mortales, las contemplábamos a ellas. Allí estaba la doble Sirio, también se distinguían los tres luceros del cinturón de Orión que acompañaban a Canis Maior. Sin forzar la vista me detuve en Venus, que destacaba con sus destellos sobre todo lo demás. Marte, hacia un lado. Y un poco más allá incluso Mercurio estaba presente.
La quietud me dejó escuchar el crepitar de la leña que se retorcía por la invisible fuerza del calor de aquella hoguera que me hiptonozaba por momentos.
Nada se escuchaba más que el chisporroteo del fuego que al final, acabó por sumirme en un trance que me llevó hasta el abismo más profundo. Me condujo a los límites de mi alma.
Estaba solo. En aquel lugar no había nadie más que yo. Me vi caminando por un suelo tan blanco como el más puro de los mármoles cuyo reflejo me deslumbró de tal manera que tuve que desviar la mirada hacia arriba topándome con la oscuridad más negra que jamás había contemplado.
No supe qué hacer, así que anduve hacia esa línea en el horizonte que dividía ambos mundos. La claridad y las tinieblas, la ignorancia y el saber, la confusión y el entendimiento, el sol y la luna.
De lo que allí aconteció, en lo más hondo de mi alma, no contaré mucho más. Puede que en una futura ocasión en la que las palabras fluyan de una manera menos artificial. Quizá mañana, quizá nunca.
La Luna salió de su escondite y aquel hombre empezó a entonar unos ritmos guturales. Un sonido que salía de su interior más profundo y que parecían ser un llamamiento a aquellos dioses que le habían dado el poder por el que yo me encontraba en ese inhóspito lugar.
La madre Tierra, la diosa Luna, las titilantes estrellas, el cruel coyote, el viento castigador, al águila señor de los cielos, el agua que caía de arriba para crear abajo. Con aquel canto estaba reuniendo a todos los mágicos espíritus alrededor de aquella fogata que calentaba nuestros inmóviles cuerpos.
Me imbuí de tal forma en el embrujo de aquella atmósfera, llena de efluvios y aromas sobrehumanos, que sedujo a mi espíritu y yo mismo empecé a cantar sin saber muy bien ni el cómo ni el por qué.
Llegado un momento, pudo haber sido después de haber cantado una hora o un minuto, él se levantó y danzó alrededor del fuego. Hacia rápidos aspavientos con los brazos hacia arriba y abajo mientras bailaba rodeando la hoguera y recitaba una especie de mantra. En la lejanía un lobo aulló, la brisa sacudió el valle agitando levemente las llamas, escuché el ulular de un ave. La naturaleza, los dioses, habían acudido a su llamada y él intentaba interceder por mi.
Ese hombre era un Akbaalia, un sanador. El más poderoso de cuantos existen. ¿Sería capaz de convencer a las fuerzas que rigen el mundo? ¿Soy yo merecedor de tan encomiable esfuerzo?
Unas horas antes, en una rudimentaria cabaña construida en adobe y recubierta de pieles de animales el Akbaalia hizo una pregunta. ¿Por qué deseas limpiar tu alma? Porque solo un alma pura puede amar de verdad. Sostuvo mi mirada, observando mi semblante a la luz de un simple candil. Muy bien, respondió.
Mi respuesta parece que satisfizo al viejo chamán. Me tendió un brebaje, bebe un poco y vayamos al bosque en busca de tu anhelo.
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