Un recuerdo se ha asomado a mi mente hace un momento.
Un verano, hace unos cuantos añitos, mis hermanos se fueron a un pueblecito de Inglaterra durante un par de semanas a aprender un poco de inglés. En la academia en la que estudiábamos hacían como una suerte de intercambio. Algunos alumnos iban allí alojándose en casas de gente autóctona, y los niños ingleses se venían para Madrid. A mi la idea de meterme en una casa de extraños no me apetecía para nada. Mis padres me insistieron bastante para que fuera, incluso me dijeron que sí no iba tendría que trabajar con mi tío en un bar. Una amenaza con la que pensaron que claudicaría de mi cabezonería. Pero no hubo forma. Así qué ese verano estuve trabajando de camarero durante tres semanas.
Duro. Muy duro para un chaval de 16 años que sólo pensaba en divertirse en sus vacaciones estivales. Pero había que tirar para adelante con mi decisión.
Me levantaba a la 6 de la mañana e iba a casa de mi tío para que me llevara. Ese instante era difícil, nunca antes había salido de casa tan temprano y ¡el mundo a esas horas parecía tan vacío! La soledad de esos momentos llamando al telefonillo de mi tio me llamó la atención. Sin embargo todo cambiaba una hora más tarde, cuando abríamos el bar. Un movimiento asombroso surgía, de la nada, alrededor nuestro. El panadero llegaba con los churros, porras y demás bollería para los desayunos. Y como sí la gente estuviera esperando agazapada y escondida en los soportales, observando, aparecían de pronto. Cafés, cafés y más cafés. Mi primer día fue una locura, esas primeras dos horas. La gente quizá no se da cuenta, pero el café de antes de entrar al trabajo se lo toman de muy mal humor y hay que lidiar con eso. Ese día, bien es cierto, yo me mantuve a la expectativa. Mi cometido era tan sólo calentar la leche con el manguito del vapor y servir la bollería. Mi tío me dijo, observa que mañana tu tendrás que hacerlo. Y observé. Las caras de la gente, somnolientas, eran todo un poema. Pedían el desayuno con desgana, casi por obligación. Algunos se tomaban el café de un sorbo y se iban corriendo, otros en cambio, como sí no quisieran empezar su jornada jugueteaban con los posos hasta que con una mueca de disgusto miraban el reloj y pagaban tirando la monedas en la barra. Al ver ese panorama mi primer día me dije, jamás trabajaré en una oficina.
Pasadas las 9 de la mañana hubo un pequeño respiro, tiempo que utilizamos para ir a la compra y dejar todo preparado para más tarde.
El café de media mañana era distinto. La gente más tranquila y pausada degustaba su zumo, su café y su bollo con una devoción que te entraban ganas de sentarte a su lado y decir, ¡tío, ponme un zumito!¡y un par de porras!
Había muchos ratos muertos en los que no sabía que hacer y yo, iluso de mi, me metía las manos en los bolsillos del pantalón a esperar a un nuevo cliente. Claro, mi tío me miró ese primer día y al verme así movió la cabeza con gesto disconforme y me dijo ¡anda, ve y coloca la terraza! Eran las 12:30 y como sí fuera algún ritual extraño mi tío a esa hora ponía siempre en el equipo de música a Joaquín Sabina. Y yo mientras iba y venía colocando sillas y mesas, escuchaba las canciones. Siempre la misma cinta, las mismas letras. Cada día de las tres semanas que estuve allí. Se me metió en la mente.
Para la hora de las comidas teníamos una cocinera. Una señora de unos 50 con la que me llevé muy bien y que me trataba como sí fuera su pequeño vástago. Era buena gente y me hablaba mucho. La cogí cariño. Me hacia de comer lo que yo quisiera y eso me ganó el corazón.
Yo sacaba platos y los recogía. Era el momento más mecánico del día, el mismo cometido. El negocio funcionaba bien y teníamos bastante clientela. Y mientras pasabas esos ratos de apuro, por las prisas, el tiempo corría. Yo deseaba que así fuera, que mi turno acabara de una maldita vez.
Y el primer día, al llegar las 4 de la tarde ya no sentía ni mi alma. Estaba agotado. Extenuado, me fui a casa y al llegar me tiré en el sofá hasta que mi madre me hizo la cena. Y enseguida me encontraba en la cama esperando un nuevo día. Era lo que peor llevaba, el tener que acostarme pronto en verano. Escuchaba a los niños jugando en la calle por la noche y yo intentando no pensar que al día siguiente a las 6 me sonaba el despertador.
Ahora recuerdo esos días y pienso, no estuvo mal. En esos momentos era odioso pero sinceramente aprendí mucho de la gente. Su forma de comportarse, su forma de hablar, sus manías. Me volví más observador. Tampoco nos vamos a engañar, acabé hasta el gorro de los malditos cafés y en agosto cuando estaba en la playa ni me acordaba de la cafetera del diablo. Pero si que a eso de la una de la tarde me entraba el gusanillo y decía, me apetece escuchar una de Sabina.