La vida no se mide en minutos se mide en momentos.
A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

jueves, 18 de abril de 2013

Dani

Carretera empedrada. Pedaleando a tope. La subida desde El Escorial al monasterio es infernal. Tanto más si ya llevas unos cuantos kilómetros en las piernas. Estoy desfallecido. Cojo el bidón de agua y apuro las últimas gotas. La mochila que llevo a la espalda rebota por la acción del bamboleo que causa el asfalto. Maldito empedrado me digo una y otra vez. Miro hacia atrás y unos cuantos metros más abajo está él. Mi hermano. Sufriendo como yo, quizá más. Miro de nuevo hacia el frente y pedaleo con más ahínco. Quiero llegar antes que él, quiero ser el primero por todos los medios. Me pongo de pie y balanceando la bici consigo darle algo de ritmo a la subida. El calor sofocante a esa hora del día es tremendo y gotas de sudor bajan por mi rostro. Extenuado miro hacia abajo y le veo poner un pie al suelo. Me da un poco de pena pero mi competitividad con él hace que tenga una media sonrisa en la cara. Ya he ganado. Me sé ganador y respiro profundamente. Me siento y bajo un piñón. No quiero parar el ritmo porque luego costaría dios y ayuda reanudar la marcha. A golpe de riñón acabo la subida y le espero a los pies del monasterio. Un par de minutos después llega él. Le he esperado para abrir la botella de aquarius que llevo a la espalda, en la mochila. La compartimos entre jadeos. Intentando recuperar el aliento me dice, no podía más y tuve que parar. Yo le digo, ¡Pumi que te he ganado! Y él me dice, ¡Gordi la próxima te ganaré yo! Después nos dirigimos a la explanada del monasterio y tumbados al sol abro la mochila y reparto los bocadillos. Hablamos. Nos reímos. Un par de horas de relax antes de pensar en el infierno de la vuelta. Entre ida y vuelta casi 100 km de pedaleo, de subir montañas, de bajadas a 60 km por hora. Un circuito rompe piernas como lo solíamos llamar.
Ese momento con mi hermano, ese compañerismo y a la vez la competición entre ambos. Ese día completamente nuestro era un regalo. Tres o cuatro años hicimos esta ruta. Un lujo que no creo que repitamos aunque siempre hablamos de volver a hacerlo. Ahora sería yo seguramente el que pusiera el pie en tierra. Quizá pudiera haber un sprint final siendo muy generoso en mis posibilidades. El es profesor de spinning. Curioso.
Mi relación con mi hermano empezó a fraguarse una vez que la mía con mi hermana se fue distanciando. Hasta entonces era un niño que andaba por ahí. De vez en cuando, si yo tenia miedo por la noche le decía ¿Dani, estas despierto? y él medio dormido respondía, si. Tengo miedo le replicaba y con la tranquilidad que le confiere la edad y el no conocer la sensación que produce el tener miedo respondía, pues piensa en Espinete.
Cuatro años menor que yo, hasta que no cumplió cierta edad no lo consideré como un compañero de juegos. Yo doce y el ocho. Por ahí andaría la cosa.
Empezamos a tener cosas en común. Nos pasábamos tardes enteras jugando con el lego. Construyendo ciudades. Soñando que vivíamos en ellas. Veranos enteros Jugando al subbuteo, una especie de futbolín con tapones de botellas o chapas en su defecto. Picándonos y enfadándonos si alguno ganaba más de lo normal.
Cuando fuimos creciendo escuchábamos el carrusel deportivo juntos los domingos, gritando los goles del Madrid.
Los domingos eran días nuestros. Con un trozo de pizza en el plato nos poníamos una película antes del fútbol. ¿Cuantas veces habremos visto Desafío total o Indiana Jones, eh Dani?
A mi primer partido de fútbol en el Bernabéu fui con él. Gritamos y aplaudimos juntos. Nos emocionamos al oír el himno de la champions. Ambos éramos muy parecidos en cuanto a gustos. No así en cuanto a personalidad.
¿Cómo puedo describirle? Dani es un bonachón. Un perro fiel, de esos que cuando mueres te buscan en la tumba y se quedan velando por ti hasta que él a su vez muere también. Una persona servicial como pocas. Un pedazo de pan, vamos.
Y seguimos creciendo. Él empezó a salir con una chica y me dejó un poco de lado. Lógico por otro lado, pero en ese momento yo no lo sentía así y le eché la culpa a ella. Pobre. Estuve un tiempo sin dirigirme a ella por haberme robado a mi hermano. Esas tardes en la playa jugando a las palas o yendo a la cala del pino habían desaparecido. Pero me di cuenta de que ella no tenía la culpa y hubo un acercamiento y ahora somos amigos.
Al hacernos mayores cada uno tuvo sus ideas, sus convicciones. Las opiniones eran distintas pero siempre llegabamos a un punto de comprensión. Él es así, huye del conflicto, de la pelea. Él te dice, ¿de qué sirve?
Al irme yo de mi casa me quedé con una imagen. Mi madre y él en la puerta mientras yo cogía el coche y me alejaba. Nunca me despedí de él. Nunca quise hacerlo. Incluso ahora cuando viene de visita, cuando nos vemos, actuó como si nunca nos hubiéramos separado. No quiero abrazarle. No quiero pensar que ya no estamos juntos, compartiendo una pizza o un partido. Jugando al 21 en el salón de casa mientras nuestra madre gritaba que íbamos a romper algo.
Como todas las relaciones con él tiempo varían. Hace unos meses sufrí un revés en la vida y él estuvo ahí. Quizá demasiado Zen y filosófico para mi gusto. Repetía una y otra vez, ¿de qué te sirve eso? Pero un día comiendo juntos me dijo algo en respuesta a un comentario mio, ahora estamos en sintonía me dijo. Le miré y sonreí. Así es como estoy ahora con mi hermano. En sintonía.