Dos paradas después de entrar y acomodarme en un asiento hacia la mitad del autobús vi pagar su billete al mismo chico que hace diez días me pegó el jodido constipado que me mantuvo hecho una piltrafa humana la semana pasada, y que aún hoy sigue dando coletazos como pececillo debatiendose entre la vida y la muerte. Jodido cabroncete, pensé, desviando poco después la mirada hacia la ventana, posando mis ojos en una mujer que intentaba quitar el hielo de la luna delantera de su coche. Abstraído por los infructuosos intentos de la señora que rascaba con todas sus fuerzas el parabrisas congelado no me di cuenta, hasta que el conductor volvió a arrancar, que ese chico había escogido de nuevo el asiento junto al mío. Miré hacia todos los lados y conté más de una decena de sitios vacíos. ¡Jopé, otra vez no! De pronto le ví toser, y lancé un suspiro al aire... ¡maldita sea!. Por si fuera poco le escuché, a pesar de la música que llevo en los cascos, aspirar los mocos que se le iban callendo. ¡¡¡Qué asquito, jo!!!
Resignado, el pobre chaval no tiene la culpa de tener gripe, intenté mentalizarme de que estaba en las manos de la providencia. ¿Me volvería a contagiar haciendo de esto un bucle infinito de toses, mocos y viruses malnacidos?
Lo único que podía hacer era recostarme cómodamente en el asiento y pensar en algo más interesante que los inconfundibles, y nada agradables, sonidos que me llegaban del tío que tenía a mi lado. Y fue así como, esta mañana, me he dado cuenta de algo que ya sabía desde hace bastante tiempo. Me encanta ver cocinar a la gente.
Desde que tengo uso de razón siento una especial admiración por las personas que se manejan en la cocina.
Recuerdo ver de pequeñín el mítico programa de "Con las manos en la masa", escuchándolo de fondo mientras jugaba con mis hermanos. Sin embargo fue ya con veinte años cuando me empezó a fascinar todo ese mundillo al descubrir al entrañable Arguiñano.
Desde luego la personalidad abierta y simpática del cocinero televisivo por excelencia tuvo algo que ver para que cada día me mantuviera atento a sus recetas. Pero no sólo era eso, sino todo el proceso de creación en sí mismo. Escoger unos ingredientes, manipularlos de cierta forma y hacer algo que innegablemente tendría que saber bien.
Siempre he sido del pensamiento que ver cocinar es como contemplar las pinceladas de un artista en el lienzo inmaculado y blanco, creando de unos simples colores algo que nos conmueve y llena de sentimientos.
Observar como alguien pica algo de cebolla, la manera de cascar un huevo o el simple movimiento de una cuchara de madera sobre una sartén mezclando olores y sabores creo que es una expresión de arte.
No solemos ver a un escritor tecleando su próximo best-seller, ni admiramos como un escultor moldea el barro o cincela la piedra dando formas a lo que tan sólo es algo indefinido. No estamos delante de un pintor cuando elabora los bocetos que tiene en mente y salvo los jubilados, ni tan siquiera somos capaces de entrever la enorme dificultad de la creación de unas obras arquitectónicas.
Alguien tiene unos boles y platos sobre la encimera de la cocina. Se intuyen unos muslos de pollo, algo de cebolla picada, el tono anaranjado de un par de zanahorias, el aroma del ajo, unas frutas troceadas aquí y allá, ciruelas, pasas, orejones. Un poquito de pasta recién cocida, una botellita de un vino blanco cualquiera. Un poquito de sal y pimienta, y por supuesto, un chorrito de aceite. Aquí tenemos la paleta con la que nuestro artista creará algo que deleitará nuestros sentidos.
No obstante, todo proceso artístico esta envuelto en cierto halo de magia. La cocina no esta exenta de esa parte más oscura y misteriosa. Sino, ¿por qué cuando hemos intentado hacer algo, y tras invertir tres o cuatro veces más tiempo del que te aconsejan, ni el sabor ni la pinta se asemejan a lo que tendría que ser? No, no todo el mundo que posea esos simples ingredientes podrá hacer algo sublime, se necesita del toque sobrenatural que todo cocinero lleva dentro. Puede que con el tiempo y la práctica se llegue a imitar, en cierto grado, pero no creo que sea posible igualar la excelencia.
Con los ojos cerrados ya no escucho al tío que está a mi lado, moqueando y tosiendo. Divago, pienso, imagino. La atracción por la cocina no sólo se queda en una simple fascinación por ver a un japonés manejando el cuchillo con destreza para cortar una gamba por la mitad y ponerla sobre el arroz o escuchando batir huevos a una oronda señora que me va a enseñar como hacer un bizcocho. La cocina me seduce, me sugestiona, hace que mire embelesado a quien se pone tras los fuegos.
Cierto día estaba en la cocina, hablaba comentando una anécdota que me había ocurrido esa mañana mientras ella ponía una sartén sobre la placa. Yo estaba apoyado en la pared, y en un momento dado dejé de hablar y me acerqué a ella por detrás. Le di un beso en el cuello. Ella cerró los ojos y apretó su cara contra la mia. ¿Te apetece cortar un poquito de jamón mientras hago los filetes? Yo apenas escuchaba, en esos momentos mi traviesa mano se metía sin poder remediarlo bajo el pantalón de su pijama y empezaba a tantear como muchas otras veces había ocurrido. ¡Para Ru, deja de jugar que está el aceite caliente! Me agaché, haciendo caso omiso del peligroso líquido que poco a poco se calentaba al igual que yo, y mordisqueé su culo. Instantes después la giré y la besé en los labios. ¿Por qué siempre te da por seguirme a la cocina? Me preguntó entre risas. No se, estas muy sexy. Repliqué apartando la sartén de la placa para acto seguido bajar su pantalón y braguitas y lamer su húmedo cuerpo. Ella no estaba muy por la labor como pude comprobar por su siguiente comentario...¡Ru, que luego pillamos la serie empezada, jo! Pero, sinceramente, la serie me daba igual en esos culinarios y estimulantes momentos. Tiré de su mano para abajo y se sentó junto a mi en las blancas baldosas de la cocina. La miré con carita de perrito bueno mientras no paraba de acariciarla el clítoris. Ella, por fin, claudicó...bueno, pero uno rápido. ¡Bien! Contesté alegre y feliz, en un susurro, a la vez que me quitaba mi pijama. Y allí, en el suelo de aquella cocina, junto al horno y a decenas de botes transparentes repletos de ingredientes de miles de sabores, con el olor de la comida azotando mis sentidos, hice el amor apasionadamente.
Por fin, tras veinte minutos en el autobús llegué a mi destino y abrí los ojos. Espero que no me haya vuelto a contagiar el maldito constipado. Pensé, mientras le vi bajar las escaleras hace unas horas. Un pequeño carraspeo al salir a la calle intentó ahuyentar los maliciosos virus que se cernían sobre mi, escuché al autobús alejarse...Llamadme loco si queréis, sin duda las cocinas me excitan. Pero que diablos, ¿hay algún lugar que no lo haga?