Lugar, Las Vegas. Escenario, el hotel Treasure Island. Hora, entre las ocho y las nueve de una calurosa noche. La gente se agolpaba alrededor de mi. Algunos portaban en sus manos cámaras de fotos, otros grababan con sus móviles, la mayoría sostenían una cerveza o un vaso repleto de alcohol. Todo ese barullo se me olvidó al ver a las sirenas, y en concreto a la preciosa rubia que era la que capitaneaba el grupo. Me quedé embobado mientras cantaba y subía al mástil de aquel barco pero más aún cuando la vi bailar sobre la cofa del buque. ¡Dios mío! ¿Era una persona real o una sirena? Desde luego mi mirada era de deseo, un deseo irrefrenable por ser el pirata que bailaba junto a ella.
Tumbado boca abajo, en la playa, escuchaba música. Tenía la manos cruzadas sobre la toalla y en ellas apoyaba la cabeza, ladeada hacia la derecha. Aunque me apetecía echarme la siesta, mientras la suave brisa matizaba el bochorno de la tarde, no podía cerrar los ojos. Imposible. A mi lado, a unos pocos metros, se encontraba la chica más bonita que había visto en mucho tiempo. Durante un buen rato me debatí en decidir cual sería la mejor forma de proceder. ¿La saludo con un hola y le pregunto cualquier gilipollez?¿Espero a que ella me mire y hago un gesto con la cabeza?¿Acerco mi toalla a la de ella? No encontrando una manera idónea para un primer contacto, giré la cabeza hacia el otro lado y miré el contraste de los dos azules más bellos del mundo. El del cielo y el mar. Sin embargo mi semblante no era el de una persona que se deleita ante tal belleza. Mi mirada era la de un hombre pusilánime. ¡Maldito cobarde!
Aeropuerto de Dallas. Sentado en la sala de embarque miraba con cierta pesadumbre las pantallas que tenía frente a mi. Una informaba de los vuelos que salían de Texas, en la otra una reportera de la CNN hablaba sobre algo a lo que no prestaba demasiada atención. De pronto, mis ojos se iluminaron al escuchar un anuncio por la megafonía del aeropuerto. El vuelo estaba completo y habia lista de espera, ofrecían un bono de 600$ a quien no tuviera prisa y quisiera volar al día siguiente. Miré mi tarjeta de embarque...from Dallas/Fort Worth to Madrid/Barajas. ¿Joder, y si nos quedamos un día? Media hora pasé intentando convencer a mi acompañante para postponer nuestro regreso. Durante todo ese tiempo apelé a las bonanzas de la ciudad Texana, imploré un día más de vacaciones. Lamentablemente mi mirada de súplica no surtió efecto, y todo se zanjó con una verdad sobrecogedora. Ru, mañana te pasará lo mismo.
Contaba con doce o trece años e iba en un autobús junto a los demás niños de mi clase. Nos dirigíamos al planetario. Jamás pensé que me llamaría tanto la atención esa excursión, pero cuando un hombre, en una oscura sala en la que en el techo se veían miles de puntitos blancos simulando estrellas, nos dijo que el tiempo se dilata y que cualquier objeto que viaje a una velocidad cercana a la de la luz envejece más lentamente, un misterioso resorte se movió en mi interior e hizo que mis ojos se abrieran como platos. ¿Sería posible ser inmortal? Me pregunté, seguramente influido por la película "Los inmortales" que por aquella época era una de mis preferidas. En aquel instante, al descubrir que el tiempo no era lo que yo pensaba, puse una mirada curiosa ante aquel nuevo mundo que se abría bajo el manto de aquellas estrellas de pega. Mis ojos delataban a un niño que quería saber más sobre un tipo llamado Einstein y sus historias sobre la relatividad.
Lloraba. No podía parar. Estaba triste, apenado, rabioso. ¿Por qué?¿Por qué tenía que morir? Quizá fuera que ese día estaba más sensible, puede que la historia me hubiera llegado al alma. No lo se. El caso es que viendo Titanic no pude dejar de llorar al ver que el protagonista moría y su historia de amor se truncaba para siempre. Mi mirada era de una pena terrible.
Leía distraído en el metro ligero. Mis ojos, aún medio dormidos, se esmeraban por seguir cada línea de esa página y no perderse en un mundo lleno de letras. Levanté un segundo la vista y entonces, tan rápido como el aleteo de una mariposa, se desencadenó la más absoluta brutalidad de la que es capaz el ser humano. Un tío de unos treinta y pico años pegaba un par de puñetazos a un chaval de no más de quince o dieciséis. Dos golpes secos directos a la cara que hicieron que me quedara paralizado. ¡¿Pero qué cojones ha ocurrido?! Mirada asombrada, llena de extrañeza e incomprensión mezclada con algo de miedo al darme cuenta de que el ser humano es desmesuradamente violento.