No sé cuándo ni en qué lugar leí esta frase de Byron, sin embargo en algún recoveco de mi mente estaba guardada y como por arte de magia, vino a mi de nuevo esta mañana al ver llorar en el metro a una chica que sentada en un anónimo vagón, lleno de gente atenta a sus móviles y libros, se secaba sus húmedos ojos con el dorso de la mano.
Me topé durante unos segundos con su mirada, llena de tristeza y melancolía. Esos ojos pardos, acuosos, dejaban entrever una amargura y desconsuelo infinito.
Cuando nuestros ojos y almas se cruzaron durante ese breve instante, que se me antojó eterno, un profundo desasosiego llenó mi corazón. Poco me faltó para acercarme a ella y preguntarle algo tan absurdo como si se encontraba bien. No lo hice por conservar su intimidad, su derecho a soltar eso, fuera lo que fuese, que oprimía su corazón.
Pelo castaño claro, oculto tras un gorro de lana lleno de colores que dejaba escapar algún mechón por su frente poblada de surcos y arrugas causados por la llorera. Sus labios finos se torcian en una mueca de pesadumbre, la nariz, pequeña y enrojecida, moqueaba sin descanso. Un abrigo cubría la mayor parte de su delicado cuerpo. Delicadeza que intuí en sus delgadas piernas, enfundadas en un vaquero oscuro, que terminaban en unos zapatos de tacón vertiginoso. Diría que estaba entre los 30 y los 40 pero nunca adivinar la edad se me dio bien del todo así que no me aventuraré en aproximar un rango menor.
¿Qué le habría ocurrido? Me pregunté tras salir de mi ensimismamiento inicial al sentir un codazo de alguien que intentaba salir del vagón. ¿Una muerte inesperada? ¿Un amor no correspondido? ¿O quizá un matrimonio que se rompe en mil añicos? El anillo que llevaba en la mano con la que se secaba las lágrimas que recorrían su compungido rostro me hizo pensar que los tiros iban por ahí.
Unos cien años antes de nacer Byron, Newton daba forma a su tercera ley en un volumen escrito en un latín lleno de filosofía y matemáticas. "Actioni contrariam semper & aequalem esse reactionem: sive corporum duorum actiones in se mutuo semper esse aequales & in partes contrarias dirigi." Esta pomposa frase que se puede leer en cualquier manual sobre física sacado de cualquiera biblioteca universitaria se resume en dos palabras...acción-reacción.
Viendo a esa chica llorar me dió por divagar a esas tempranas horas echando la culpa de esa tremenda tristeza que ella sentía y por empatía, que me hizo sentir a mi, a la terrible afición que tenemos los seres humanos por amar y ser amados. No tengo la más mínima duda que El Amor, con mayúsculas, es causa y efecto del cien por cien de las lágrimas derramadas en todo el mundo. Tantas a lo largo de la historia de la humanidad que podrían llenar océanos y mares de varios planetas tan azules como nuestra venerada Tierra.
Pensando que un cabronazo, ostentando el título de marido de la chica de las lágrimas, había hecho alguna de las suyas fue como me despedí de esa mujer, observando tras el sucio ventanal como por enésima vez secaba su cara con mano temblorosa.
Sin embargo, dejándome llevar por las escaleras mecánicas un rayo de luz iluminó brevemente mi mal pensado corazón. Y antes de salir a la calle y que el cortante frío de finales de Diciembre, me diera de sopetón en toda la cara despertándome del todo, me di cuenta de algo en lo que no había caído hasta entonces. Yo también había llorado en el metro alguna que otra vez, también mis lágrimas habían caído en el marmoleo suelo de una estación y es bastante probable que alguien me viera hacerlo. Pero más allá de todo eso, lo importante es el motivo de una de esas ocasiones en las que yo no podía parar de llorar apoyado en la pared del vagón.
Ocurrió hace muchos años. Sentado en la butaca del cine de Callao no pude evitarlo. Tras asomarse los títulos de crédito por la pantalla y arropado por aquella oscuridad que reinaba en la sala empecé a llorar. No podía creer que aquella historia acabase de tal forma, después de todas aquellas peripecias y tribulaciones él moria y ella se quedaba sola en medio del helado océano. Tal era mi tristeza que al salir a la tenue luz de las farolas, ya en la calle, seguí llorando como alma en pena. Durante todo el trayecto, en metro y autobús, no dejé de derramar esas lágrimas tan protagonistas en la entrada de hoy.
Subiendo en esas escaleras mecánicas me he acordado de aquel momento de mi vida y con una vana esperanza he deseado que la chica hubiera visto anoche Titanic y que por algún azar de la vida le hubiera venido a la mente el triste final. Quizá por eso lloraba y su vida no estuviera derrumbandose como piezas de dominó en un macabro juego. Puede que esta noche, cuando llegue a su casa, alguien la abrace con cariño y la reconforte, dejando en el olvido esos tristes instantes vividos en el metro.
El frio congela ideas, esperanzas e ilusiones. Al salir a la calle y sacar mi gorro para protegerme del gélido ambiente, esa mirada que me habia transportado desde la Inglaterra de finales del xvii con Newton y sus leyes hasta los últimos años del pasado siglo con los protagonistas del Titanic sucumbiendo a un catastrófico desenlace, volvió como solo lo hacen los viejos fantasmas. Fue en ese preciso instante en el que me di cuenta de que en este caso no valían cuentos de hadas con finales felices. Aquella chica, que hacía unos minutos contemplaba en el metro, tenía el alma rota y estaba a punto de empezar su temeroso camino hacia los infiernos.
Y asi, con las manos en el fondo de mi plumas y el frio en los huesos ha sido como he empezado este 20 de Diciembre. Preguntándome cuantos chicos y chicas de este inquietante mundo habrán comenzado el día entre sollozos, y cuantos de ellos volverán a recomponer su maltrecho corazón y asi poder amar de nuevo para quien sabe si en un fatal ciclo de la vida, romperse en mil pedazos una vez más.
La sabiduría popular nos dice que la cabra tira al monte y yo, yo no puedo dejar de soñar.
Por eso, al escribir estas palabras unas horas después, habiendo meditado sobre ello, creo en el poder de la regeneración. Esa desconocida dejará de llorar en algún momento y con el tiempo se encontrará con otro chico que haya estado llorando ayer o antes de ayer y juntos vuelvan a creer.
Quizá sea un bonito, y a la par, ingenuo deseo de Navidad. Que los corazones rotos de hoy sean las almas felices de mañana.
Suerte, mi desconocida amiga. Nunca dejes de creer.